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No me llames

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Aviso previo a la lectura de este post: La crueldad es una cualidad intrínseca de todo ser humano (creo), muchas veces lo que opinamos en voz alta no lo sentimos de verdad y expresa realmente todo lo contrario de lo que, de forma explícita, quiere decir (ejemplo claro: "¡Ay mi niño! ¡Me lo comería!". No, no te lo comerías), así que no seais demasiado duros conmigo a la hora de juzgar el contenido de las conversaciones que mantengo durante mi tiempo libre... o sedlo... después de todo, crueles al fin.

Vuelvo a trabajar por la tarde y una serie de catastróficas desdichas se suceden sin remedio enturbiando nuestro ambiente laboral: la primera es que me veo abocada a hablarle a PF, porque me pregunta directamente qué tal me va con B en la sección. Le digo que muy bien e improviso cuatro gracias que provocan en él una serie de carcajadas tan poco naturales que me asustan. Cuando se va, me prometo volver a sumirme en el silencio al día siguiente, o sea hoy, aunque soy consciente de que eso puede desorientar un poco a su mediana inteligencia.

La segunda desgracia es que, mientras una de mis compañeras ordena las mesas de Literatura Extranjera, escucha involuntariamente la conversación de un par de treintañeros velludos con acento de Carabanchel alto; conversación que, un tanto perturbada, comparte conmigo y yo transcribo a continuación:

- ¿Conoces este libro?
- No, ¿y tú?
- Yo sí. Lo leí cuando era pequeño. Me lo regalo mi padre, que es amigo del escritor. De hecho el escritor se inspiró en mí para el personaje principal.
- Uhmmmm...

El libro es Momo.

Llegados a este punto de la jornada en el que todas y cada una de mis certezas infantiles se han estampado contra el suelo, decido parar y me subo con Palo a la sala de descanso en busca de mi merienda. Juntas generamos a nuestro alrededor una atmósfera friki que nos confiere glamour de antiheroinas de cómic. Sentadas frente a frente y con una mesa oval que huele a IKEA de por medio, parecemos imágenes en el espejo, las dos con el chaleco, un Kinder Bueno a nuestra derecha y un "café de avellana", -así lo identifica la máquina de cafés- a nuestra izquierda. Para que el relax al que aspiramos roce los límites de lo extrasensorial, nos ponemos serias y optamos por un tema antiestrés: elaborar un ranking de feos.

Empezamos la casa por el tejado y creamos la categoría máxima, a la que llamamos "Más feo que un pie". La lista de candidatos es extensa. A partir de ahí vamos bajando a "Feo de narices", "Muy muy feo", "Muy feo", "Bastante feo" y "Feo" simplemente. Sorprendidas ante la cantidad ingente de feos que conocemos, consumimos nuestros 15 minutos de asueto y volvemos a la tienda con la sensación de haber recibido un masaje terapéutico.

Como veis, día a día amplío mis horizontes intelectuales, gano en riqueza interior. Por lo pronto, esta noche toca excursión para visualizar por fin Brokeback Mountain. A ver qué me encuentro.

Cuando un escritor escribe

Cuando un escritor escribe

Cuando un escritor escribe, se supone que su habitación está vacía y que un cono de luz cae sobre la mesa ante la que se inclina la cabeza del maestro, la oscuridad y el silencio realzan el movimiento de la mano en el papel y el espacio se aureola para engrandecer la escena.

Así empieza el post de Alejandro Gándara sobre Contra Natura, la reciente novela de Pombo acerca de la homosexualidad. Descubro el blog de Gándara y me gusta, si bien me prometo estudiarlo con más detenimiento no sea cosa que esté impregnado de ese tufillo tendencioso, característico de los medios de comunicación que se reparten hoy las escasas perspectivas informativas de nuestro país y proyectan su maniqueismo incluso sobre el "inocente" y "virtual" mundo de la Literatura. Ya veremos, por el momento le doy un voto de confianza.

El principio de su artículo me interesa porque me arrastra inevitablemente a la comparación. ¿Soy escritora? ¡¡¡Sí, sí, sí!!! Me dice una vocecita interior que gana fuerza en cada una de las palabras archivadas en el disco duro de mi ordenador y no enviadas NUNCA a editorial alguna. ¡NO! No si trato de encajar mi perfil de creadora un tanto sui generis en esa descripción idílica con que Gándara abre su texto.

Atravieso una época de caos. Ahora estoy escribiendo y en la salita la tele continua encendida. Es como si la tuviera aquí al lado. Parece que Jesús Vazquez me esté jaleando a gritos... tengo la sensación de que en cualquier momento una de las cajas del "Allá tú" me va a dar en la cabeza, pero me da igual. Yo sigo escribiendo tan alegremente en este cubículo de paredes de papel. Oigo al portero avanzar por el pasillo con el contenedor. Es domingo y a partir de las ocho va recogiendo puerta a puerta la basura de los vecinos. Y yo sigo escribiendo.

Una tarde cualquiera de la semana pasada, al volver a casa después del trabajo, me crucé en la acera con GR, el ESCRITOR. Llevaba gafas de sol y andaba muy rápido. Debía tener prisa, a lo mejor temía que le reconocieran. Aún así se detuvo a saludarme. Se interesó por mi libro de relatos y me obligó a enfrentarme a la realidad.

- Ahí sigo. Un poco perdida de la vida, todavía con el último cuento.
- ¡Termínalo! -Me dijo casi a gritos, y a continuación siguió su camino confundiéndose con la multitud. Llevaba las manos en los bolsillos del pantalón y una cazadora de ante marrón con la cremallera subida hasta el cuello. ¡Pufff! Desapareció.

¿Soy una escritora? GR cree que sí. ¿Lo creo yo? Esta mañana, mañana de domingo, he abierto los ojos exactamente a las 13.49 pm. Me he arrastrado hasta la cocina y me he llevado a la mesita de noche un tazón de café con leche (¿Cómo no?), un plato con un par de trozos de pan y una tableta de chocolate puro (70% de cacao) y dos libros: El infuble Segundo sexo de Beauvoir y El club de lucha. Cuando llevaba unas cien páginas leídas de este último, ya sin provisiones, me he levantado por fin. He encendido el portátil y llena de remordimientos he abierto el documento "Trabajando en La verdad". He escrito esto:

Sigue lloviendo. En esta tarde que transcurre dos años y medio después, llueve igual que entonces. Los colores de la casa son los mismos, el curso de mi historia acuífero, ya acabada, no ha alterado la calma familiar ni el contenido de las horas. Desde la ventana, detrás del ordenador, veo el aparcamiento de la urbanización. El asfalto gris recoge el agua y la hace invisible. Todavía es temprano. Hay muchas plazas vacías; rectángulos delineados en blanco, identificados por un número. Algunas hojas muertas, rígidas, salpican la explanada. No hay ni rastro de vida humana, a no ser por el tenue resplandor que se escapa de otras ventanas próximas, iguales a la mía.
Cuando Pedro regrese de la editorial y vea la luz de la habitación encendida, tocará el claxon y yo levantaré la vista de la pantalla para verle aparcar. Después saldrá del coche y, mientras recoja su maletín del asiento trasero, guardaré el texto en el disco duró, dispuesta para recibirlo y ultimar la cena. Estaré en la cocina cuando la puerta se abra, un instante en el que quizás, no siempre me pasa, los nervios de mi estómago se encogerán repentinamente para convertirse en un estropajo compacto y ácido. Si eso sucede, me invadirá de inmediato una sensación de agujero negro y temblaré. Pienso que el temblor lo provoca todo lo que nadie sabe, pero aún así me callo. Convierto mi cuerpo en un muro de contención hasta ahora indestructible, en una presa. Pedro ignora que cada vez que me abraza, si me besa al llegar, al acariciar mis brazos pálidos, el tacto de mi piel inevitablemente viva le está engañando. Me he convertido en piedra. Cada uno de mis miembros encierra la rigidez de una construcción de ladrillos de hormigón sobre los que toda muestra de afecto deja una marca nula.

A las 17.00, después de un par de horas de dedicación semiexclusiva a mi "trabajo", salpicadas de visitas al blog y actualizaciones de mi buzón de correo electrónico, me ha vuelto a entrar hambre y lo he dejado estar para hervir unos tallarines y agotar una bolsa de papas.

Extenuación. Ya seguiré. Acabaré esa historia. Como aspirante a "Escritora de verdad", sueño siempre con que me pasen cosas del tipo "amanecer que me sorprende tras una noche en vela escribiendo cual posesa" o "taquicardia en la cola de cajas del Champión al comprender repentinamente que mi personaje está sentenciado a ser víctima de un enjambre de abejas asesinas"... pero nunca me pasa eso... mis periodos creativos se parecen más a las horas que los niños dedican a una redacción en el colegio que al trance de una medium.

Vivo en un vertedero de mediocridad, pero trepo por él, que conste. Brokeback Mountain... A lo mejor algún día llego hasta la cima y desde allí atisbo un paisaje nuevo.

Cena en Puerto Rico

El Puerto Rico está en el centro de la ciudad, perdido en una callecita minúscula, perpendicular a la calle Abada, y su entrada apenas se distingue de los portales particulares. Sólo en Navidad, cuando rodearon con una guirnalda de luces el discreto cartel en el que se anuncia su nombre, la entrada del Puerto Rico adquirió cierta importancia, se creció como si la hubieran maquillado mucho y se hubiera transformado en la entrada de un puticlub. Nada más lejos de la realidad: el caso es que el Puerto Rico es un restaurante de los de toda la vida donde, no importa el día de la semana que sea, te sirven un menú caliente por no más de ocho euros.

¿p? nos llevó hasta allí hace ya algunos meses. Ayer por la noche volvimos. Conoce a Mariano, el encargado, y nos tratan bien. Cenamos sopa de primero y plato combinado de segundo. Bebimos vino con gaseosa. No nos diferenciamos mucho, al fin y al cabo, de los abuelos que se sientan en los bancos a ver pasar las horas y la gente. Comemos lo mismo.

Así pasó otro viernes; otra vez Naoko, ¿p? y yo riéndonos durante la cena y después delante de un mojito que protagonizó Paulino, el compañero de habitación del hermano de ¿p? en el hospital. Paulino tiene 84 años, una próstata que le obliga a levantarse sin cesar para ir al baño y un ansia ciega por contar su historia en voz alta remontándose hasta su niñez. El hermano de ¿p? tiene 16.

En la tienda, por la mañana, nos habían regalado tres libros de bolsillo con relatos y ensayos sobre la televisión. Al volver a casa en el último vagón del metro leí dos, uno de Mercedes Cebrián y otro de Millás. En el primero, la Muerte se pasea por la cocina de la protagonista cargada con su guadaña y su reloj de arena; en el segundo, Millas compara al ser humano con la hormiga y situa a su personaje en medio de un fin de semana infernal, que deja pasar encerrado en su casa, alimentándose de pizza... en definitiva: Panorama literario español, MAL; Panorama vital, LATENTE.

¿p? se despidió de mí suplicándome que intentara no dejar de hablar a nadie en las 48 horas que íbamos a pasar sin vernos. Estoy en ello.

Brokeback Mountain

Brokeback Mountain

No es mi mejor semana. La petarda, o sea yo, lleva un par de días huyendo del teléfono y barajando la posibilidad de hacer amiguitos nuevos; algunos de los antiguos cansan por sus actitudes incomprensibles y yo estoy poco preparada para recibir golpes que no espero.

Sin embargo no todo es tedio en la viña del señor; no todo es caos: el cielo tiene la buena costumbre de abrir una ventana cuando te cierra doscientas puertas para gastarte una broma y provocarte sensación de ahogo. Sí, cuán benevolente, cuando ve que se te ha puesto la cara roja como un tomate, que ya no puedes más y estás al borde del asesinato pasional o la piromanía, va y le concede cuatro Globos de Oro a "Brokeback Mountain", la película de Ang Lee basada en el relato de la premio Pulitzer Annie Proulx sobre una pareja de vaqueros homosexuales.

Brokeback Mountain significa más o menos "la montaña de la espalda rota"... uhmmm... ¿Habéis intentado pronunciarlo en voz alta? Cada vez que lo hago parezco tartamuda, pero me produce tal sensación de paz que, junto con mi nuevo compañero de bolsillo, B, me paso el día repitiendo el título de la película como si se tratara de un mantra. Vamos de un lado a otro de la planta y en nuestras conversaciones descubrimos con sorpresa que toda reflexión halla la conclusión más acertada si susurramos exagerando nuestro acento: "Brokeback Mountain". La masonería debió empezar con jueguecitos de este tipo y ahora tiene media estantería para ella sola en Historia y Política.

"Brokeback Mountain", "Brokeback Mountain"... aquí lo dejo, como una plegaria mágica. Me gustaría redimirme con ella de las aproximadamente veinte veces en que, durante esta semana, he silenciado el móvil. "Brokeback Mountain"... perdóname señor por perder el tiempo durmiendo siestas de cuatro horas. "Brokeback Mountain"... perdóname también por mis mentiras piadosas a discreción y mi tendencia a dejar de hablar a la gente como quien tira un papel a la papelera. "Brokeback Mountain"... es un hecho: además de petarda y desde hace unos días algo siniestra, también soy un poco sacrílega.

A las cuatro de la tarde me despido de B en la puerta de la librería. Vamos en direcciones opuestas, Intentan atraparnos para una encuesta pero gracias a nuestra pericia y experiencia conseguimos huir. Ya andando, dándonos la espalda, nos comprometemos a tomarnos unas cañas mañana. El caudal del Preciados nos absorbe y nos despoja de toda identidad. La luz de la sobremesa me hace pensar en la primavera. Y pienso también, entonces y ahora, mientras escucho a Sabina y su Frente marchita, que me gusta estar sola y que no ha aparecido nadie todavía que haya hecho temblar durante mucho tiempo esa opinión.

Otra película que quiero ver es la primera dirigida por George Clooney, "Buenas noches y buena suerte" . Eso es lo que os deseo.

Emily

Emily

Ayer me compré en el rastro un bolso de Emily y automáticamente me convertí un poco en siniestra. En la parte delantera, la silueta en negro de Emily se dibuja sobre un fondo blanco en el que se lee lo siguiente: "Bienvenido a mi pesadilla". Me costó catorce euros. Estoy contenta.

Era domingo y llovía a ratos. El hecho de que el cielo estuviera gris impedía controlar el paso de las horas; todas ellas parecían iguales. Nos encontramos a la una en Tirso de Molina y vagamos por Embajadores y Puerta de Toledo en busca de unos cactus para Naoko que se llaman Pie de Elefante y que yo no había visto en mi vida. Cuando por fin los localizamos, se quedó con tres macetitas minúsculas para colocarlas en el alfeizar de la ventana de la cocina. Naoko estaba contenta también, así que guardó sus cactus en la mochila de D y nos fuimos de bares. Acabamos comiendo un bocadillo de calamares de pie en El Ideal, al lado de la Plaza Mayor. Llegué a casa pasadas las ocho y media sin haber sacado de la jornada más que una sensación de "día siguiente".

Ahora acabo de ducharme. Llevo puesto el albornoz naranja que me regalaron por Reyes y una toalla en la cabeza. La toalla empieza a estar húmeda. Será mejor que deje de escribir antes de quedarme helada delante del ordenador. Estoy agotada e intuyo que no tardaré en acostarme. Por lo pronto, que nadie se lleve a engaño: ni la lectura de novelas victorianas ni la compra de bolsos "góticos" va a redimirme de mi petardez, aunque tampoco lo pretendo. Soy una causa perdida.

Viernes

La vida está llena de traiciones. Nos traicionan los demás; nos traicionamos a nosotros mismos. Un día más: es viernes. Sacó de prestamo la novela de Cercas y El segundo sexo. Después del trabajo, ya de noche, nos vamos a tomar unas cañas sin Pequeño friki; Pequeño friki ya no viene nunca. A las doce cojo el metro para volver a casa y en el vagón medio vacío, tres copas de vino blanco después de mi jornada laboral, me siento triste. Como salvavidas, los libros en mi regazo y la promesa del ordenador para escribir. No sé lo que quiero.

La realidad es turbia. Soy yo la que se encarga de revolverla, la que la destroza convirtiéndola en un rompecabezas irresoluble. Hay realidad en la acera desierta, por la que avanzo camino del logotipo encendido de la farmacia abierta 24 horas, que actúa como un faro, guiándome hasta mi portal. La realidad es la chaqueta de Sh calléndo de la silla del Mareas al suelo grasiento; el plato de patatas fritas con chistorra y el rol de cajas verdes llenas de títulos de bolsillo. La realidad, dentro de mi cabeza, se concentra en la expresión "esto es lo que tenía que haber hecho" pero no hice. Lo escribiré.

Hay un montón de cuentas pendientes y una canción en el mp3, Si te vas, de Shakira. Un montón de dudas. En el bar proyectamos un viaje a Valencia por Fallas. Iremos a la mascletà, comeremos paella y veremos la cremà desde la ventana de la habitación de mis padres. Hecho.

Llego hasta aquí y me encuentro con una decena de comentarios que me animan a escribir; mensajes de apoyo que preconizan mi victoria en el concurso. Y eso es realidad también. Mi hermana, mis amigas, las pantallas de otros ordenadores desde las que se leen estos artículos y los de otros blogs... una telaraña invisible de contactos no verbales que podría cubrir el cielo de Madrid. Hay mil ojos observándonos, mil amigos pacientes que nos escuchan, y sin embargo, por mucho que nos confiemos, por mucho que intente abrirme al mundo a través de esta página, siempre quedará algo no dicho. ¿Qué pasará ahora, cuando le de al botón de publicar, confirme que todo ha salido bien y apague el ordenador? Me quedaré sola. Arrastraré mis zapatillas hasta la salita, probablemente con Soldados de Salamina en la mano, y me dejaré caer en la butaca más cercana a la calefacción. Encenderé la tele sin voz y leeré hasta bien entrada la madrugada, interrumpiendo la lectura si se me cruzan los cables y no me puedo concentrar. Más o menos a las tres me iré a la cama. Con la luz de la habitación todavía encendida, me enfrentaré a la manchita de sangre en la colcha y volverá a mí la imagen de PF y todo lo que hemos hecho mal. Apagaré la luz. A oscuras nada externo nos invita a recordar, pero tardaré en dormirme pensando en lo que podría pasar mañana.

¡Dios! Cómo tengo las uñas. Si la esquizofrenia fuera agua, estaría llegándome al cuello.

Ya es sábado. Bienvenidos al fin de semana. Nos vemos.

***

Último voto, último esfuerzo.

Amal el del las 27 perforaciones

Amal el del las 27 perforaciones

La primera vez que me enamoré en Madrid fue de un chico al que bauticé en mis cuentos como Amal El de las 27 Perforaciones. Tenía 27 pircings y era hindú. Estaba muy delgado y su sombra parecía un fantasma cuando se deslizaba por los pasillos de la residencia de estudiantes donde vivíamos, al lado de la plaza de España, en la Gran Vía.

Ayer por la tarde apareció F en la librería, un chaval de Ceuta que había compartido con nosotros aquella época. Nos sorprendió encontrarnos, llevábamos cuatro años sin vernos y los dos habíamos cambiado mucho. Yo sostenía una pila de antologías poéticas de Borges y el me dijo: "Caramba, Eli, te has convertido en toda una mujer"; y yo no quise entrar a analizar las connotaciones que ese comentario escondía. Simplemente me alegré de verle, consiguió revolverme los recuerdos en el estómago. Me acordé de Amal y de nuestros paseos nocturnos durante el verano. Me pareció que había pasado un siglo.

Amal nunca se enamoró de mí, sólo me besó una vez. Quizás por eso cuando se fue le añoré demasiado, mucho tiempo, a lo largo y ancho de todo un invierno en el que la ciudad se volvió submarina. Fue entonces cuando escribi esto:

"¿Crees que las ciudades nos hablan? No lo sé. Lo único que tengo claro es que sólo soy capaz de escribir cuando me dirijo a ti. Incluso ahora. Más o menos son las cinco de la tarde y voy dentro de un taxi que me lleva al trabajo. Estoy completamente borracha y pienso en ti mientras miro los árboles desnudos de la calle Alberto Alcocer... y por eso me pregunto si es posible que las ciudades nos hablen, porque continuas en mi cabeza con la misma intensidad que antes de que me bebiera un Martini, tres vasos de vino tinto y un chupito de pacharán... y creo que son los árboles los que tienen la culpa.

La visión de Madrid va unida a tu nombre como la cara va unida a la cruz... no, demasiado fácil, mejor como la consecuencia de saber acompaña indisolublemente al conocimiento de los secretos. En cuanto accedemos a la parcela más íntima de alguien, nos invade el ansia de compartir con los otros lo que nos ha sido transmitido en un susurro. Así me siento yo cuando deambulo por Madrid como sonámbula, deseando estar contigo."

Qué absurdo pensar que nunca lo superaría y que extrañamente triste superarlo y encerrarlo en un cajón que sólo se abrió ayer. Ley de vida.

***

Último voto, último esfuerzo. ¡Aún podemos ganar!

Soldados de Salamina

Soldados de Salamina

El lunes tuve un mal día, uno de esos en que, no importa de lo que te hablen, tú eres capaz de relacionarlo con la bomba nuclear o la posibilidad de morir quemado vivo. Un cúmulo de catastróficas desdichas (algunas previas; otras surgidas espontáneamente durante la jornada) se cruzaron en mi camino para destrozarme el ánimo con la crueldad de las tijeras infantiles cuando se ponen a cortar papel... pero sobreviví. Y acabé en casa, más o menos a las diez y media de la noche, con una bolsa del Kentucky Fried Chicken y el efecto balsámico de una charla con D durante un paseo hacia el metro de Banco de España con recorrido por Montera incluido.

No se puede hacer nada cuando todo se ve negro, si acaso llorar, comer pollo frito y ver la televisión. Cualquiera de estas tres cosas, de manera insospechada, puede redimirte del sufrimiento y levantarte el ánimo. Esta vez la tele y Cayetana Guillén Cuervo, ese ser inefable, me salvaron de derramar unas lagrimitas. Habían cambiado Versión Española al lunes. En el plató, David Trueba, Javier Cercas y Ramón Fontseré presentaban la inmediata emisión de Soldados de Salamina.

(...)

Miércoles. El significado trascendental de Soldados de Salamina, casi 48 horas después de haberla visualizado, ya no me parece tan reseñable. Son las doce menos veinte de la mañana y me ha despertado la casera para decirme por teléfono que, como es principio de año, toca subir el alquiler. Dos opciones: matarla o aceptar en silencio el aumento del 3’8% que me impone... difícil decisión. Ahogo el deseo de optar por la primera alternativa con el café con leche y la charla con mi madre, quien al preguntarme por mi "talante" recibe una respuesta contundente a la par que falta de posibles lecturas entre líneas: "Todo mal".

"¿Todo mal?" Sí, sin duda. Ayer por la noche acabamos en el Mareas. Palo, Sprima, Naoko, ¿p? y yo, delante de un plato de alitas fritas y un par de bocadillos. Era como siempre -Naoko volvía a tener un abrigo nuevo- y al mismo tiempo no se parecía en nada. ¿p? empezó a contar las mil y una tribulaciones sufridas por la tienda y por ella misma durante la mítica venta de entradas para el concierto de U2. Estaba sentada a mi lado, llevaba un suéter negro de cuello alto, y el día anterior, temeraria, delante del espejo se había cortado ella misma el flequillo. ¿p? es graciosa. Me gusta. Cuando cuenta las cosas, a veces, abre y cierra los ojos con rotundidad, cambia con frecuencia de expresión, actúa. Ayer no fue una excepción. Sólo falló algo en mí. De repente la escuchaba muy lejos, a ella y a las risas de las demás. Abandoné la conversación como si alguien hubiera cogido mi cerebro con las dos manos y lo hubiera colocado en la cesta de un globo aerostático en proceso de despegue. uhhhhhhhhhhhhh... ¡Fuera! Fuera de sitio.

En Soldados de Salamina, Lola Cercas es una escritora que no escribe. Me gustó la película (y supongo que también me gustaría la novela) porque defiende la importancia de la realidad que envuelve al escritor, de su valor e influencia en las historias que el autor recrea. Mi realidad se esconde aquí todos los días. Avanza y se perpetua gracias a la tipografía Arial, y ya no me dice demasiadas cosas.

Madrugada

Madrugada

Hemos visto a un chino corriendo por un callejón de Malasaña, perseguido por un motorista anónimo y demasiado viejo, incapaz de acelerar lo suficiente como para alcanzarlo. Hemos visto a un pobre hombre desconocido, llamado Paulino, recibir de sus supestos amigos, y ocasionales compañeros de mesa en La Gata Flora, el regalo más feo de la historia de la humanidad: una máscara de cebra incrustada en un pedestal de hierro. La expresión de Paulino cuando ha conseguido despojar al objeto de su aparatoso envoltorio se ha convertido en una clara representación del caos. Aunque no ha tardado ni una milésima de segundo en dar las gracias en voz alta, todos hemos sabido que por dentro, perplejo, se estaba preguntando ¿POR QUÉ?

Son las cuatro y media de la madrugada y yo también me lo pregunto: ¿Por qué escribo esto? ¿Por qué no me voy a dormir y me olvido de mi regreso en taxi, una vez más por Alcalá hasta Felipe II y Conde de Peñalver? La descripción es la misma que la del trayecto del sábado anterior; la misma que la del sábado que viene. Mi estado actual, una mezcla de cansancio y resaca prematura, no se diferencia del letargo en el que me estabilicé la noche de Reyes, delante de la tele con Al, D y ¿p?, bebiendo cerveza y analizando los anuncios de la teletienda. Examinar la luz que emite la lamparilla de la salita o describir minuciosamente, con la precisión de una lente microscópica, el Madrid nocturno, no me salvará del tedio... es más, conseguirá acentuarlo, dejar constancia de la repetición.

Pasadas las tres, con la mayoría de los locales cerrados, hemos paseado sin rumbo por Malasaña y Chueca. Nos hemos encontrado a B en una esquina de Hortaleza, cerca de Alonso Martínez, y sin darle opción a negarse, le hemos llevado con nosotros arrancándole de cuajo la idea que se le había metido en la cabeza de volver a casa. A cambio le hemos obligado a vagabundear por callejuelas salpicadas de parduzcos grupos de gente. Todos borrachos, con porros, con vasos de plástico, con vaqueros y cazadoras, pircings y pelos de colores, botas de caña, olores y frío. En las esquinas, chinas vendiendo tallarines y latas. Colas delante de las puertas de las discotecas: Polana, Priscilla, Queen... no hemos entrado en ninguna. No profundizo. Hago listas interminables de lo que veo a mi alrededor, de lo que gira y gira a mi paso, al lado de Sprima o de Naoko, cantando los éxitos de Marisol o de Camilo Sesto. D me hace a cada rato cosquillas en el cuello; Al filosofa con J y Vitu, siempre con las manos en los bolsillos de su anorak limpísimo, avanza dando saltitos, mezclándose con el resto del grupo. Y no decimos nada. Podría describir nuestra ropa, la noche de luces amarillas y paredes húmedas, fragmentada por las conversaciones en la calle y el ruido del tráfico, difícil en un trazado tan estrecho... y no diría nada. Nada se desprende de nuestras palabras atascadas; nada de nuestro inseguro recorrido.

Quizás no quiero dormir. A lo mejor tengo la esperanza de que si escribo y escribo, al final, cuando ya no la esperé, aparecerá una oración cargada de mensaje, que surgirá en color de este desvarío en blanco y negro tras el que se oculta la verdad. Mate.

El flexo encendido tiembla con mi ir y venir por el teclado del ordenador. Todo está lleno de polvo. Bolas de pelusa acampan debajo de mi cama. Hay que barrer. En la pantalla del teléfono Domo acabo de ver: 4:55. En el móvil no hay mensajes y mañana iré a casa de Vitu a comer. Leeré en el metro, escucharé el mp3, me morderé las uñas sin preocuparme de si me hago sangre. Recorreré Madrid repasándola, llenándola de huellecitas invisibles, cruzadas, indecisas, no únicas. Las calles empiezan a parecerme de cartón mojado. Se humedecen mis pies. Atravieso las fachadas blandas con los dedos.

Momento de lucidez

La vida, al fin y al cabo, consiste en esperar algo distinto de lo que hacemos; y la muerte es lo único en lo que justamente podemos confiar.

Leo esto en la página 82 de mi edición de Drácula, la que en su día regalaban con el periódico, y no lo puedo subrayar porque, aislada en la butaca, descalza y tapada con el batín azul, no encuentro ningún lápiz a mi alcance ni conservo fuerza suficiente para levantarme a buscarlo.

Cuando me incorporo ya sin remedio, segura de que voy a llegar tarde a la cena con los compañeros de la librería, me acerco al portátil para poner música mientras me ducho y acabo escribiendo esto, perdiendo el tiempo sin explicación. Me voy a arreglar, es posible que hasta me pinte los labios; y no estoy triste, sólo cansada y con ganas de que las cosas den un vuelco.

Vivir intensamente.

Rasguños

Rasguños

Acabo de llegar a casa. Son más de las once. La cama está sin hacer y hay un montón de cacharros sucios en el fregadero. En el portal me he encontrado con una nota informativa que avisa a los vecinos de que mañana, víspera de Reyes, debido a la rotura de una cañería no habrá calefacción. No he comido. He cenado con Nati en una pizzeria de la Latina después de pasar la tarde con ¿p? y Silvi bebiendo vino en el Mareas y destripando por enésima vez nuestros secretos como relojes rotos.

Tarde extraña, llena de gente aturdida en busca de regalos; figuras en blanco y negro, mudas, entre las que destacar nos ha resultado muy fácil. Nunca había bebido vino blanco a las cinco ni tampoco había seguido a una casi desconocida por las escaleras mecánicas del Corte Inglés con el objetivo de ver desde lo más alto la ciudad: Madrid desde la cefetería de los grandes almacenes, en el octavo piso del edificio de la calle del Carmen, radiante. Las luces navideñas, un extra en la iluminación, subrayaban la Gran Vía, el teatro y el palacio real. En el local, clientes y camareros ajenos a nuestra presencia, actuaban de acuerdo a su papel. Nosotras parecíamos fantasmas del pasado o del futuro, inmunizadas contra el sonido de los cubiertos al estrellarse en los platos de tortitas, insertas en el ir y venir cotidiano. Al llegar sin otro objetivo que mirar por los grandes ventanales, he sido por un segundo presa del pánico a ser descubierta, a que nos llamaran la atención y nos echaran, pero en seguida he comprendido que nadie iba a fijarse en nosotras.

Nadie nos mira. He recorrido a pie el trayecto que separa Sol de la Plaza de la Cebada. Hacía rato que había oscurecido. Llevaba el mp3 encendido y el abrigo abrochado hasta el cuello. He cruzado la plaza Mayor y avanzado por la calle Toledo con las manos en los bolsillos y el frío en mis ojos de pupilas eternamente dilatadas, pensando en Arte, la obra de Reza en la que se compara un lienzo rasgado, blanco, con un lecho de nieve marcado por las huellas de unos esquís. Pienso que nuestro paso por la ciudad, difuso, confundido por debajo y por encima de otros pasos, no es más que un rasguño sobre las aceras y las azoteas de los edificios, que no existen cuando están vacías. Las risas en los bares; el beso de D, que hoy se fue el primero; la primera hora en la librería, antes de abrir, y esta última, arrancada al tiempo que falta para que suene la alarma de mi despertador y todo vuelva a empezar, generando acontecimientos para el siguiente artículo.

Nada de lo que pase tendrá más consistencia que la del vaho provocado por nuestro aliento en un cristal, y al mismo tiempo todo parece adquirir una importancia que raya en una dicotomía a vida o muerte. Mis percepciones son extremas y aunque fantaseo sobre mañana en mis paseos y en mis conversaciones, la satisfacción la alcanzo hoy, ahora mientras escribo, hace unas horas, en la creación de una fantasía sobre las mil y una posibilidades que nos asaltaran cuando ya no lo esperemos.

En un vagón de la línea cinco, volviendo a casa esta noche, le he dicho a Nati que probablemente íbamos a morir otro día. Ella estaba triste. No lo ha dicho, pero la conozco y lo sé. Nati está triste y yo no me tomo en serio. Arañamos la nieve gritando, sabiendo que nuestra estela habrá de desaparecer.

Aforismo

Aforismo

Sigo viva. Sí... el 2006 por ahora cuenta conmigo, si bien ha empezado con la luz de un domingo sin conciencia de ser el primer día del año y los colores apagados, decrépitos, tamizados por mi percepción resacosa después de una prenochevieja con mis amigos de la librería y una NOCHEVIEJACOMODIOSMANDA con mi gente en general -cotillón, uvas y mensajes de felicitación incluidos-. Más allá de la agenda en la mesita de la entrada y los restos de serpentinas por un suelo que, con el regreso de mi pulcra hermana a Valencia, Dios sabe cuando volveré a barrer, no ha cambiado nada.

Siento lo mismo. Leo Drácula en el metro. Continuo escuchando a Los Piratas y refugiándome en los sitios aparentemente más inhóspitos, y digo aparentemente porque en el fondo me escondo allí donde me siento mejor. Como esta tarde en que, después de nuestro paso inevitable por el Mareas, nos hemos escapado a la habitación de D para fumar y comer patatas y galletas de chocolate mientras veíamos un CD de Faemino y Cansado en la pantalla del ordenador. Me gustan los lugares en penumbra, comparables a madrigeras subterráneas protegidas del frío.

Desde la ventana de la habitación de D se intuía la ciudad aplanada por el cristal, llena a primera hora de la tarde de gente "que no debería estar allí". Cuando era pequeña salía a las cinco y cuarto del colegio, y durante las últimas clases del día me dedicaba a mirar distraida por la ventana a la Gran Vía Fernando el Católico: había un semáforo y un tráfico considerable. Había madres excesivamente puntuales, que ya esperaban en la puerta a que saliéramos, y seres anónimos dirigiéndose a alguna parte... yo les observaba sin entender que no tuvieran la obligación de encontrarse en otro sitio; admirada de que pudieran disponer de su tiempo para perderlo en el cruce, aguardando pacientes el verde del semáforo. Conforme he ido creciendo se ha acentuado el placer que siento cuando tengo conciencia de estar a deshora en un espacio inhabitual: en una cafetería a las doce de la mañana de un día laborable; en la "librería" cuando "libro"; en el cine una tarde de martes o de jueves... y así me temo que he construido mi vida de hoy sobre el caos total, con una orientación mínima, que se destila de las palabras de este blog, de los horarios imprevisibles del trabajo y los cuentos que escribo.

Nuestras conversaciones nos conducen a menudo hasta la risa. Realmente hablamos siempre de lo mismo. También en 2006. Será porque todavía nos estamos descubriendo.

A las siete y media nos hemos despedido de D y hemos salido al rellano posbélico de su piso compartido. Estábamos aún en su salita, subiendo las cremalleras de nuestros respectivos abrigos, cuando Naoko ha formulado el siguiente aforismo: "Mal, otro día sin comer". Otro día.

Balance

El año se termina. Cuantificar la calidad de lo vivido es imposible, al menos no ahora, cuando como mucho nos separan doce meses de la experiencia que queremos valorar. Pero yo, que vivo sola y en ocasiones, sólo en ocasiones, me aburro un poco, he hecho una lista con las cosas que sí se pueden contar, por si conseguía aportar alguna luz a la confusión que, por regla general, reina en mi cerebrito:

- CASAS EN LAS QUE HE VIVIDO: Dos, la alquilada en Madrid y la de mis padres, en Valencia.
- PERSONAS QUE SE HAN QUEDADO A DORMIR EN CASA: 17
- TRABAJOS QUE HE TENIDO: Dos, transcriptora de anuncios y librera.
- RÉCORD DE DÍAS SEGUIDOS TRABAJANDO SIN PARAR: 10
- BAJAS LABORALES: Dos, las dos de un día.
- SALIDAS AL EXTRANJERO: Cero patatero.
- LIBROS LEÍDOS: 41
- PELÍCULAS VISTAS EN EL CINE: Alrededor de 40.
- PELÍCULA VISTA MÁS VECES: Olvídate de mí.
- GENTE A LA QUE HE CONOCIDO (Entendiendo por "conocer" haber mantenido una conversación más o menos seria): Entre 35 y 50.
- SERES QUERIDOS QUE HAN MUERTO: Cero patatero. Toquemos madera.
- ACCIDENTES AÉREOS DE SERES PRÓXIMOS: Uno.
- PERSONAS CON LAS QUE HE DEJADO DE HABLARME: Dos.
- ENAMORAMIENTOS ABSURDOS: Uno.
- DINOSAURIOS ADOPTADOS Y POSTERIORMENTE DESAPARECIDOS: Uno.
- HOMBRES BESADOS: Tres.
- POLVOS: Entre diez y quince. Todos concentrados el último cuarto del año. ¡Qué poquitos!
- BORRACHERAS SERIAS: Una.
- BORRACHERAS INOFENSIVAS: Incontables.
- VECES QUE HE VISTO AMANECER SIN HABER DORMIDO: Dos.
- VECES QUE HE LLORADO: Sorprendentemente pocas. De hecho, sólo recuerdo dos.
- VECES QUE HE VISTO EL MAR: Dos. Una con Rafa y otra con Ana Mari y con mi padre.
- VECES QUE HE IDO A LA PELUQUERÍA: Dos. Así me va.
- COMIDA MÁS RECURRENTE: Pasta con atún, queso blanco, aceitunas y tomatitos.
- BARES A LOS QUE HE VUELTO MÁS DE UNA VEZ: Cuatro. El Mareas, La Galería, Candela y Artépolis.
- CAFÉ MÁS VISITADO: Las mil y una sucursales del Starbucks.
- RECAIDAS: Dos. Con mi ex y con las uñas, me las vuelvo a morder.
- RELATOS ESCRITOS: Cuatro y medio.
- BLOGS: Uno
- LIBROS QUE ME HAN DEDICADO: Uno.
- PASEOS NOCTURNOS POR MADRID: Infinitos.
- PLANES PARA 2006: Uff...

¡Feliz año a todos! Espero que sigáis por aquí a partir del día uno y que nos sigamos riendo dentro y fuera de este blog como hasta hoy.

Me he cortado el pelo

Me he cortado el pelo

Ayer cobré. Consecuencia indisociable: hoy me he cortado el pelo. Noté que era necesario cuando en Valencia todos empezaron a murmurar a mis espaldas que las diferencias entre el primo Eso y yo eran más escasas cada vez; así que esta mañana me he levantado como si tuviera un resorte en la rabadilla y, acto seguido, he dirigido mis pasos hacia la peluquería de la acera de enfrente. Me gustan las peluquerías porque están llenas de espejos, lo que permite observar a la gente con detenimiento, sin que se de cuenta.

LLego y me ponen un peinador desechable, de papel, que me iguala automáticamente con el resto de la clientela. Primero hay que lavar. Me conducen hasta el lugar indicado, donde un peluquero gay y una peluquera gordita y pelirroja, con cresta, los dos uniformados de negro, están vapuleando los cueros cabelludos de una anciana y una cuarentona. El único sitio que hay libre está en el centro, entre la una y la otra. Allí aterrizo yo con mi cara de sueño, pálida, legañosa, y mi cabellera leonina... delante, una pared de espejo nos devuelve nuestra imagen surreal. Arropados por el hilo musical, Kiss Fm, formamos un grupo cuanto menos peculiar, que mantiene una animada conversación, de la que yo no participo, acerca del cáncer. Palabras como tumor, mamografía, ovarios, retención de líquidos o tirantez de los puntos se mezclan con el olor a cosmética; se diluyen en la iluminación glacial del local y rebotan contra nuestros reflejos. Por un momento tengo la sensación de haber aterrizado en Marte.

Antes de que me corten, una francesita de seis años y un ejecutivo que apura la treintena pasan por delante de mí. A la niña le divierte verse, se ríe; el ejecutivo tiene una expresión triste, despojado de la americana de su traje, con la corbata algo desorientada y medio calvo, despeinado solo a la altura de la nuca y por detrás de las orejas.

Cuando por fin me llega el turno, le confieso al "profesional" indescriptibe que me corta que ni siquiera tengo secador, soy esa clase de ser, y noto que le escandalizo. Supongo que piensa: "Dios, ¿cómo se puede vivir sin secador?". Para él debo haberme convertido al instante en la carnalización del subdesarrollo.

- ¿No lo echas de menos? -Me pregunta atónito.
- No
- ¡Ah! -Exclama conteniendo un gritito.

He dejado de ser melenuda, para transformarme en quasi calva, o al menos esa es la sensación que me produce verme tan poco pelo en la cabeza después de meses con coletas y cintas... Soy una mujer nueva. Me gusta plantearmelo así. Voy a empezar con el año a tener la clase de vida que tiene una chica de pelo corto: fría, llena de aristas congeladas, sin piedad... castigadora al fin y al cabo. ¿Seré capaz de hacer sufrir?

***

¿Últimos votitos del año?

¡Feliz Navidad!

Feliz Navidad a todos. Vuelvo el 28. Hasta entonces, vacaciones de blog. ¡Saluditos!

Siempre te despiertas

Siempre te despiertas

Vuelvo a ver la primera luz de la ciudad y siento el frío nocturno atravesando afilado mi abrigo cuando salgo del metro. Como un asesino a sueldo, la temperatura bajo cero salta sobre mí en la esquina de Goya con Conde de Peñalver y me recuerda que estoy viva. Las luces de los semáforos y los escaparates de las tiendas cerradas han recuperado el habla para decirme que siempre me despierto.

Una decena de desconocidos se cruzan conmigo en el trayecto de no más de cinco minutos hasta mi portal. Atrincherados en sus bufandas, con las manos dentro de guantes y bolsillos, miran el suelo, hablan por el móvil o no andan solos. Yo sí. Encuentro cierto placer en el mobiliario urbano, muerto; y en el cielo sin estrellas de Madrid. Una complicidad más allá de todo entendimiento, quizás propia de una paranóica, se establece entre el el espacio y yo, entre la distancia de asfalto y mis zancadas masculinas. Todas las historias empiezan y acaban aquí. Una detrás de otra, esperan su turno como en la cola de una carnicería. Hay que destripar la realidad: las tardes de fin de semana en la librería, la visita de Ñ, el abrigo de Naoko, nuevo entre un montón de gente atada a listas interminables de libros por comprar... nada más que sangre y vísceras latentes; un organismo monstruoso, cuyo funcionamiento no se interrumpe y nos conduce sin piedad a la extenuación.

G me dijo un día que cuando estamos alegres no se nos ocurre pensar en que a la vez existe alguien que está triste. Forma parte del juego, supongo.

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¿Voto ecuménico?

La primera Vitunavidad

La primera Vitunavidad

- Vitu, ¿eres consciente de que está es la primera Vitunavidad de la historia de la humanidad?

Sí, Vitu, lo soy. Eso le contesto a Vitu mientras esperamos que el semáforo de la Gran Vía se ponga en verde. Estamos delante del cine Avenida, rodeados de gente que va y viene ajena a la existencia del AS400; gente que ha hecho un alto para sentarse y ver pasar y gente que acaba de volverse a subir al mundo... entre la multitud y la sobria iluminación del centro ya encendida, un montón de paneles rectangulares compuestos por puntitos dorados de luz que cuelgan de un lado a otro de la calle, Vitu y yo pasamos nuestras tarde de viernes haciendo tiempo antes de la llegada de Tonino.

Obviedad: ha pasado un año desde la última Navidad, cuando Vitu no podía imaginarse que estaba predestinado a adquirir un nombre nuevo y yo no le conocía ni él me conocía a mí. Ahora somos amigos y, en medio del frío, disfrutamos juntos de la ciudad, el ruido del tráfico en el centro y los estrenos navideños, anunciados en carteles enormes que compiten por acaparar nuestra atención. La tarde que cae confiere a los edificios la consistencia maleable del metal. Todo parece dispuesto para nosotros, pensado para nuestro paso, como un escenario onírico destinado a desaparecer en cuanto le demos la espalda: el escaparate bañado en polvo de La casa del libro, la minúscula oficina de Auto Res donde compro el billete para viajar a casa, la calle Fuencarral salpicada de tiendas de ropa de diseño, el edificio de Telefónica con su reloj de saetas y números rojos... Madrid bien podría ser una ficción, Vitu y yo podríamos no existir; al fin y al cabo, perdidos en el tiempo, ni siquiera sabemos si el año que viene nos llamaremos de otra manera. Ya veremos.

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¿Voto navideño?

... bip...

Hay una escalera de cuerda con un Papá Noel colgando de un balcón en Goya. Son poco más de las ocho y media de la mañana y un frío siberiano me hace sentir como cristal mientras espero a que el semáforo se ponga verde. La ciudad se despierta. En las fachadas de los edificios y el Corte Inglés ya es Navidad; una Navidad azul, como la luz del cielo de diciembre a primera hora. Alguien me dijo ayer que las cosas que se empiezan han de terminarse. C me dijo lo mismo cuando dejé nuestro polvo a medias y le pedí que se marchara de casa. En una esquina de Madrid, rodeada de la actividad propia del principio del día, con los comercios todavía cerrados y las bocas de metro aspirando gente, pienso por enésima vez que probablemente con las frases hechas y las terciarias de la librería podría ordenarse el mundo. Dentro de las mangas larguísimas de mi abrigo, muevo los dedos de mis manos heladas para entrar en calor.

Vuelve a la vida... bip... bip... bip...

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¿Me votas?

Despiértate a tiempo.

Píldoras azules

Píldoras azules

El jueves D me convenció para que me sacara de préstamo Píldoras azules, de Frederic Peeters. Es el primer cómic que leo. Me ha gustado. Lo acabo de terminar. Hoy no trabajo; mañana tampoco. Merecida recompensa después de las últimas 72 horas, durante las que, prácticamente, no he abandonado la librería. El viernes por la noche se abrió solo para los socios. La jornada se prolongó hasta la una de la madrugada y, cuando cerramos, D propuso ir a tomar "una" cerveza.

Hacía frío, Ana, Cris F y yo estábamos agotadas y al día siguiente volvíamos a trabajar. Aún así fuimos. Recorrimos Preciados hasta Sol y, atravesando calles más estrechas, llegamos a las Cuevas de Sésamo (C/Prícipe, 7). La entrada estaba atestada de gente y ni siquiera nos aventuramos a sortear la pequeña multitud en busca de un hueco dentro del local. D propuso caminar un poco más y buscar en Lavapiés un sitio más tranquilo. Él conocía uno, un antro sin nombre, con las paredes rojas, propiedad de un cubano exiliado, contrario a Fidel, "peinado" con rastas y de ojos muy bonitos. Se llamaba Jorge. D le pidió mojitos.

Ana encontró un sofá vacío al final de la escalera que conducía a los lavabos. Bajamos con ella y nos acomodamos allí, relativamente alejados del barullo de arriba. Junto al sofá había también una mesa de madera y algunos barriles de metal reconvertidos en taburetes. La luz era escasa, amarillenta, y apoyados en una de las paredes sin ventanas dos cuadros cubiertos de polvo mantenían a duras penas el equilibrio: uno era un paisaje clásico, propio del salón comedor de un matrimonio con un gusto pésimo y conservador; el otro reproducía la habitación sin muebles de un apartamento diáfano, tal vez neoyorquino. Me quedé mirándolos mientras sorbía con la pajita del vaso de plástico que compartía con Ana, las dos sentadas, una al lado de la otra, en un rincón de aquel espacio minúsculo y recóndito, subterráneo, perdido en el centro de la ciudad.

Muy pronto se unió más gente a nuestro grupo: dos chicas espectaculares y un par de negros franceses, de origen cubano, con ganas de cantar y bailar. Todos fumamos. La conversación era animada. El humo conjuraba el ambiente. Se cerró el bar y Jorge bajó con una guitarra y un hombre blanco y viejo, cuya expresión cansada delataba que todos los tópicos con más frecuencia de la que imaginamos son verdad. Ya íbamos por el segundo mojito. Al anciano le acompañaba una mujer más joven, de pelo corto, que no se separó de él y, discreta, apoyó la mano en su hombro cuando cogió la guitarra y empezó a tocar los acordes de Ne me quite pa.

Ne me quite pa significa "no me abandones" en francés. Aquel hombre la cantó con voz desgarrada. Nosotros le escuchamos como si, de repente, más allá de nuestro escondite el mundo hubiese desaparecido y estuviéramos flotando a la deriva en un mar de oscuridad. Nadie le interrumpió. Yo no lloré, pero estuve cerca. Ese momento no se me va a olvidar.

Al salir vi mis zapatos avanzar sobre el agua. Había agua entre las baldosas de la calle del Olivar. Ahora pienso que, si mi vida fuera un cómic, el dibujo de mis zapatos sobre el pavimento mojado ocuparía una viñeta. Eran casi las cinco y aún tuvimos fuerzas para pasar por el Candela.

Hay que perderse antes de llegar.

***

¿Un voto empático?