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No me llames

La derrota

La derrota

Son sólo las nueve y media de la mañana y ya estoy aquí. Ayer perdimos y Ghana perdió también. Brasil le metió tres goles, igual que Francia a nosotros, y eso sí que fue injusto porque Ghana, como su propio nombre indica, debería ganar siempre: "Ghana gana"; sí señor, no hay un eslogan mejor.

"Gabachos impresentables", "Vamos a quemar la Torre Eiffel", "Nos tiran la fruta y nos meten los goles", "A la mierda los franceses, que se queden las francesas"... esa fue la banda sonora de mi regreso a casa en metro, después de cenar con ¿p?, Naoko y Cris en el Puerto Rico, donde el camarero Mariano, al saber de mi partida inminente a tierras gaditanas, me pidió que le trajera una foto mía en bikini para valorar los efectos de la ingestión continuada de su sopa y su gazpacho. Me ama un poco, creo, "it`s a fact"... tengo una tendencia rara a despertar el deseo de los camareros madrileños mayores de cuarenta, los oficiales de mantenimiento y los amantes treintañeros del fútbol y los videojuegos. Preguntándome cuál sera el factor común que aúna a semejantes perfiles masculinos, he llegado a la conclusión de que tal vez sea que todos ellos duermen y se divierten en la cama con los calcetines puestos. No puedo afirmar que esté empíricamente demostrado, pero pondría la mano en el fuego.

En fin... ahora que me reconozco a mí misma como la musa de los hombres con pies fríos noto que el despertar me sienta mucho mejor. Esta noche salgo de viaje cual "dominguer woman", seguro que con un montón de maletas y con Vitu a mi lado. La playa nos espera. Tengo un bikini valorado en 15 euros y un billete de autobús (ida y vuelta) que, raro cuanto más, sólo valía 36. Muy barato, ¿no? Por delante, una noche viajera e incómoda en la que me va a costar dormir. Es posible que no lo consiga, pero si concilio el sueño ya sé lo que quiero soñar: con mi propio Mundial.

Si dependiera de mí, Ghana, Ecuador, Ucrania y España estarían ahora mismito en cuartos de final; aunque sólo fuera para evitar el patetismo de las imágenes posteriores a nuestra derrota: una horda de seres desorientados vagando por la ciudad, repentinamente ridículos con su maquillaje patriótico, sus banderitas rojigualdas y sus camisetas de 80 euros (cantidad con la que puedes ir y volver de Cádiz dos veces y media). También ellos tienen su corazoncito, aunque beban calimocho en botellas de Coca-cola partidas por la mitad y emitan unos berridos atávicos e ininteligibles que me asustan.

Si dependiera de mí, a Luís Aragonés, después de ese inefable A por ellos, lo reciclaba desde ya y empezaba a prepararlo en la Academia de OT para que el año que viene nos representara en Eurovisión. Nombre artístico: El Sabio de Hortaleza. Palabra clave: versatilidad.

Tiempo al tiempo. Este país me encanta.

La piel fría

La piel fría

Termino La piel fría en la cama, la novela que Ana Mari me dejó para hacer más ameno mi viaje de regreso a Madrid. Es domingo por la mañana y T&T me esperan para comer Fideuà y compartir una botella de vino. Forman parte de mi familia, o al menos así los considero yo. Ir a su casa es como prolongar la mía hasta la avenida de la Paz. Me encuentro cómoda con ellos, entre nosotros no hay convenciones ni excusas, sólo una amistad que ha crecido rápido, como una planta exótica que ahora, con su traslado a Valencia, habrá que cuidar especialmente, para que no le afecte la distancia recorrida de golpe ni el cambio de clima. Los echaré de menos.

Los sentimientos tristes encuentran un abono especial en los domingos, que -seguro que hay estudios científicos que lo demuestran- son los días más propicios para llorar y lamentarse por las mil y una contrariedades de nuestras vidas. En La piel fría parece que siempre es domingo... a lo mejor porque en las islas desiertas del Polo Sur, sitiadas por monstruos azules, es muy difícil que cuaje la sensación de lunes o sábado, y sólo la melancolía de los domingos por la tarde es capaz de sobrevivir en condiciones tan adversas. Consecuentemente, los personajes viven inmersos en el abandono y el lector que se acerca hasta ellos se contagia un poquito, de refilón, de la apatía que transita por las páginas de la novela.

Al final nada ni nadie se salva. Todos, de una u otra manera, son condenados por el autor.

Salvarse es el objetivo. Pasan las horas y, sin darnos cuenta, invertimos nuestras fuerzas en permanecer a cubierto. Construimos refugios y buscamos a ciegas clavos ardiendo que nos permitan mantener latente una última esperanza; y a veces cometemos el error de creer que nuestra propia supervivencia pasa por salvar a otro. En él volcamos nuestros esfuerzos, por él avivamos cada noche nuestras ilusiones casi muertas... hasta que después de una larga lucha comprendemos que el otro no necesariamente quiere ser salvado.

Estoy de vacaciones. Ahora mismo escucho música acompañada de un café con leche y tecleo en el ordenador la palabra "palabra". Yo tampoco quiero que me salven. Prefiero nadar sola.

Las razones de mis amigos

Las razones de mis amigos fue la primera película que vi en Madrid cuando llegué para quedarme. Mi padre había venido conmigo y, después de localizar el CSIC al final de Serrano, cogimos un taxi y nos dirigimos al cine Rex, en la Gran Vía. Era una tarde de diciembre y lloviznaba sin parar. Cuando llueve, me gusta fijarme en las luces de la ciudad porque se vuelven borrosas, como manchas, y la calle se convierte en el espacio cerrado de un lienzo que bien podría estar enmarcado y colgando de una pared.

Años después, casi seis años después, para ser más exactos, me pongo a pensar en las razones de mis amigos y en las mías propias y descubro que su peso es inexistente.

Siempre creemos tener razón, no importa que discutamos por la ubicación de un libro o por la posibilidad de echar el decimocuarto polvo. Nuestro Sí o nuestro No, nuestra Derecha o nuestra Izquierda, son siempre la opción correcta; la única opción. En el fondo, allí donde se gestan nuestros pensamientos envueltos en un silencio abisal, el rincón de nuestro Yo al que la luz no llega y que permanece cerrado cual desván mientras el resto de nosotros mismos se relaciona con la humanidad, estamos convencidos de que poseemos una visión preclara del mundo.

Error. Hoy soy consciente de mi caos mental y me convenzo de que mis certezas se reducen a los trayectos entre mi casa y el trabajo, y viceversa: 45 minutos de música en el mp3 y la realidad a mi alrededor. Ojalá fuera capaz de no esperar nada.

Para Eli por fin

Para Eli por fin

La primavera avanza. Se dirige a un desenlace fatídico, inevitable, que culminará con la llegada del verano. En ese proceso, los días de sol, uno tras otro, imparables, se asoman a la ventana de mi habitación en Conde de Peñalver. Empieza a hacer calor y aunque, cuando suena el despetador, me cuesta deshacerme de las sábanas, la pereza es distinta a la del invierno: menos pesada, parece conocer que afuera no hace frío y apenas opone resistencia a que me levante.

Esta semana ha muerto Rocío. Mientras escribo esto, escucho Como una ola y me siento algo triste. La fiesta folklórica ya pasó. La hicimos por ella. Después vivimos una resaca de anecdótas, fotos y canciones; y Rocío continuaba aguantando en Villa Jurado de tal manera que Naoko, el Dia del Orgullo Friki, insinuó que aún iríamos a un concierto suyo. Pero no fue así.

A las cinco y cuarto de la madrugada del miércoles al jueves pasado, Rocío murio. Me enteré por un sms de T y antes de salir de casa en dirección a la Feria del Libro, me grabe en el mp3 sus mejores canciones para llenar con ellas mi paseo hacia El Retiro.

No nos suena igual la voz de alguien cuando sabemos que ha muerto. Esperé en el semáforo de Goya y bajé por Alcalá con la luz de las diez de la mañana cayendo sólida y blanca sobre los edificios igual que el día anterior, colándose entre los árboles llena de Como yo te amo y Se nos rompió el amor; porque la vida sigue siempre, manifestando una ignorancia obstinada de las tragedias particulares que, muy lejos de perjudicarnos, en el fondo nos sirve de alivio.

Estoy un poco triste, ¿lo he escrito ya? Ha sido una semana extraña en El Retiro, lejos de la tienda, con las horas impregnadas de polen y de la prosa de Suite francesa, el libro de Némirovsky que ha ganado este año, merecidamente, el Premio de los Libreros. Por la caseta han pasado Lucia Etxebarria y Mijangos, Vargas Llosa, D.C., Mariano, T, S y también el 99% de mis compañeros.

Ayer fue sábado. Firmaba Almodóvar en Ocho y Medio. B, Vitu, Naoko y yo nos compramos el guión de Volver y guardamos estoicos la cola de fans ansiosos de un autógrafo. En los últimos años, me he cruzado con Almodóvar mil veces pero una serie de catastróficas desdichas se ha desatado en cada ocasión para impedir que consiguiera su firma; así que cuando llegué delante de él, le pedí que en la primera página del libro, completamente en blanco, escribiera: "Para Eli po fin"; y me marché tan contenta.

Ayer coincidimos con Sabina en Maxi y, por no hacer caso a las advertencias de B, Pedro Zerolo vio mis braguitas azules delante del Círculo de Bellas Artes. Me encontré con N después de casi un año sin vernos y felicité por enésima vez a Caín, que vagaba cual alma en pena con Sh, por la tienda de ocasión de La Casa del Libro; un montón de historias.

V Visualización del asesino

Y dijo Vituperio:

"Pequeña Vq, por lo que más quieras, deja de bailar".

Y Pequeña Vq dejó de bailar para prestar atención al más audaz de sus compañeros. La tonadilla de Albert cesó y Piobaroja abandonó su importante discusión con Cain, repentinamente consciente de que asuntos de una importancia mayor le reclamaban.

- Repetiré la premisa base: ¿Quién ha podido matar a Asturman y a Jefa y, sobre todo, por que lo ha hecho? ¿Alguna sugerencia? ¿alguna idea que nos conduzca hacia la luz?

Perplejos y reflexivos, todos se concentraron en el rostro expectante de Vituperio... todos menos uno, bueno, todos menos tres, porque PF mantenía la mirada perdida en la pantalla de televisión, donde un canal por cable retransmitía un partido de repesca de la liga de fútbol senegalesa; y Caín y Piobaroja, aprovechando sus amplios conocimientos de comunicación no verbal, no tardaron en reanudar su debate paralelo acerca de la posibilidad de colocar o no siete roles en media hora.

- ¡Un momento! - Exclamó Albert por fin.- Compartiré con vosotros algo inquietante que me sucedió ayer, cuando volví a la planta a recoger mi solicitud de seguro médico. Era ya tarde y no quedaba nadie por allí, habían desaparecido incluso los de seguridad. Al entrar, me di cuenta de que el despacho de Jefa estaba abierto, pero ni me acerqué. Fui directo al punto de información en busca del sobre de Sanitas y entonces, al volver sobre mis pasos, fue cuando lo vi.

- ¿A quién? - Preguntó ¿p? curiosa.

- Ya me gustaría saberlo, moza. -Dijo Albert encogiéndose de hombros.- La pena es que ayer se me olvidaran las gafas en casa.- Extrañado por la presencia de otra persona en la planta... para mí era un bulto nada más... llevaba chaleco, eso sí, y lo que debía ser un libro bastante pesado bajo el brazo... pues eso, ante la presencia inesperada, pensando que seriais uno de vosotros, le dije "¡Eh! ¡Chao Chao!", pero no hubo respuesta. Quienquiera que fuese siguió sin hacerme ni caso en dirección al despacho de Jefa.

- Y tú, ¿qué hiciste? -Inquirió Vituperio muy sagaz.

- Pues yo, intrigado, le seguí y, como la puerta de Jefa estaba abierta, no me quedó más remedio que escuchar la conversación, que no fue mucha, porque Jefa, anticipándose con su inteligencia claramente superior a la inquietud de nuestro misterioso compañero, se adelantó a su pregunta y le dio una respuesta sin dejarle hablar. "No insistas por favor, no vas a ser Vq. Alguien se lo merecía más. A lo mejor a la próxima... ¡Ay, Ay, Ay!". Y como no soy un cotilla y ya me estaba aburriendo, les dejé a lo suyo y me fui a casa.

Llegados a este punto de la declaración, los rostros de los demás componentes del grupo se habían vuelto de cera. Todos habían comprendido que Albert, no sólo había visualizado al asesino, sino que además había escuchado el asesinato. Por si fuera poco, concluyó Vituperio, quién lo hizo debía conocer a Albert y saber que este no podía identificarle, al no tener sus gafas...

- El asesino está entre nosotros. -Murmuró Naoko con ojos de fumada.

- Sí, y quiere ser Vq, como yo. -Completó Caín.- Quiere quitarme el puesto.

Bailarinas

Bailarinas

Nada me turba. Nada me turba, pero se me han roto las bailarinas. La suela de una de ellas se ha despegado vilmente esta mañana, mientras me dedicaba a marcar con pegatinas las estanterías de la séptima planta de cara al inminente inventario. Cierto es que me costarón 14 euros y, por no llevar, no llevaban ni caja de cartón donde guardarlas, sin embargo me parecían tan bonitas y estaba tan contenta con ellas puestas que, muy lejos de oler a pies, para mí olían a verano y cada vez que me las calzaba se despejaba algo en mi interior y lo veía todo mucho más fácil.

Más de uno pensará que me estoy fumando un porro mientras reseño semejante sandez o que las bailarinas en cuestión estaban impregnadas de una sustancia alucinógena que se filtraba por mis empeines para transportarme al séptimo cielo... pues no, no tenían nada de especial. Y ahora han muerto.

Hay días un poco grises en los que las bailarinas mueren, nos manchamos mientras comemos fuera de casa y, cuando me siento a escribir, mi estilo se parece sospechosamente al de Marian Keyes o Jane Green, aunque yo intento a conciencia evocar al lector la prosa de Zola o la poesía de Baudelaire... lástima que ninguno de los dos sufriera una ruptura de zapatos traumática, ni entrara en estado de shock al descubrir una mancha de tomate en sus pantalones. Supongo que eso no les pasaba porque vivían absortos en la contemplación y el estudio de cosas más serias.

Yo, seria, lo que se dice "Seria Seria", creo que no soy. Lo intento, pero no me sale. Es incluso posible que, para el que no me conoce, mi escepticismo pase por crueldad y mi risa le resulte frívola. En fin...

Mañana compraré pegamento instantáneo y terminaré con la rebeldía de la suela; será una insignificante batalla ganada. A lo mejor me animaré.

¿Quién sabe si Zola o Baudelaire no sufrieron como yo una infinidad de minúsculas y cotidianas derrotas? ¿Las sufres tú? Son como síntomas de un sentimiento mayor, pequeños escapes de gas portadores de una tristeza prestada, que se escapa con ellos y, afortunadamente, así nos abandona.

Pienso en las cada vez más cercanas tardes de piscina en Puerta de Toledo. ¿Qué debe sentirse al nadar cual sirena en el centro de Madrid? Pronto lo sabremos... si nada nos turba.

Primavera

Primavera... ¡Qué bonito! Mi mente se lanza a crear asociaciones entre palabras como puentes de cristal: Primavera equivaldrá ya para siempre a Fiesta Folklórica (con la presencia insustituible de Anómalo y La Prima de la Streep); primavera equivale a salidez con o sin pareja; a las golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, ese icono de la Literatura Española con mayúsculas; y, cómo no, primavera sobre y por encima de todo es igual a mil estornudos y una concentración de polén excesiva más allá de mi portal. Tengo los ojos rojos, congestión nasal y espasmos más o menos cada quince segundos. ¿Me estaré reproduciendo traumáticamente cual gameto? No, sólo tengo "un poquito" de alergia. ¡Qué bien!

Mientras tanto, PF me ha dejado porque dice que dimos un escandalo en la fiesta. Sus palabras exactas a través de la línea telefónica fueron: "¡Que fuerte, tronca!" -Sí, dice cosas como "¡Qué fuerte!" y "tronca", pero yo le quiero igual.- "aquello parecía Sodoma y Gomorra; vergonzoso... si hasta ME TOCASTE EL PAQUETE".

¡Alto!

¡Dios! ¿Le toqué el paquete? "El nivel de intoxicación etílica alcanzado era tal que no me viene a la memoria". Así me excusé aunque, para qué nos vamos a engañar, en el mismo grado que mi alergia, "un poquito" sí me acuerdo de semejante y discreta hazaña. Nadie se dio cuenta. Lo he confirmado porque llevo diez días preguntándoselo a todo el mundo y, repito, nadie nos vio. El problema es que PF, siglas que a partir de este instante dejan de significar Pequeño Friki y se convierten en las iniciales de Pequeño Franquillo, está convencido de que las 19 miradas beodas que, aparte de las nuestras, pululaban por mi hogar la noche del seis de mayo se volcaron lascivas y escrutadoras sobre la silla en la que, alrededor de las dos de la mañana, nos sentamos juntos. Ni siquiera nos besamos. Él me sostenía por la cintura y se mostraba cariñoso conmigo. Yo me porté igual.

Y la primavera, incauta, no se detiene por mí. ¿Acaso no me merezco un poco de consideración en mi desgracia? No sólo me abandonan, sino que además lo hacen insinuando que soy una guarrilla de tres al cuarto. Cual heroina de Jardiel Poncela o Mihura, me pregunto si mi sitio no estará en el arrabal, con una minifalda de plástico rojo y un bolso con la correa lo suficientemente larga como para cazar caballos a lo Brokeback Mountain (aviso: el mantra tan útil en periodo invernal ahora no me funciona).

En fin... era mi casa, mi fiesta y el chico con el que se suponía estaba... el resultado de su rechazo es que Pequeña VQ y yo vamos a adentrarnos sin remedio en el mundo del cómic entre estornudo y estornudo para dar vida a las aventuras de Pequeño Franquillo... ¿Cómo reaccionaría si descubriera este blog?

Hago terapia: voy andando a trabajar escuchando Ni tú ni nadie, de Alaska. Madrid debe ser la única a la que la primavera le sienta bien. La veo preciosa, y yo estoy dentro.

La alegría de la huerta

La alegría de la huerta

La astenia primaveral me posee. Pienso en tomar vitaminas, pero no acabo de decidirme. Por mi cabeza, como rayos en una tormenta, se cruzan pensamientos e imaginaciones tan dispares que no llego a la acción. Todo se queda en expresiones del tipo "Tengo que...", "Que no se me olvide esto o lo otro"... y, básicamente, paso la semana navegando por un mar de coplas que se nutre de múltiples fuentes: Desde mi hermana hasta PF, quien consiguió Suspiros de España y me envió un mensaje a Valencia para confirmármelo.

Dias plácidos. Me acuerdo de la tarde del lunes en la Malvarrosa, en el paseo de la playa, al lado de un bar que se llamaba La Alegría de la Huerta. ¿p?, D y Vitu se fueron a dar un paseo por la orilla; Rafa, B y yo nos quedamos en un chiringuito de mala muerte donde tardaron media hora en servirnos un tercio y un par de refrescos. V se unió más tarde al grupo. Alrededor de las siete, nos acercamos a la arena y llenamos con ella una botella de cristal vacía. Hicimos fotos. Nos entró hambre, porque la playa da hambre, eso está demostrado. Y cenamos tortilla de patata y longaniza de Pascua viendo El ataque de los clones en Antena 3. Al día siguiente, Vitu y yo, últimos supervivientes de nuestra expedición, visitamos el jardín botánico y, aparte de visualizar una miriada de gatos, bormeamos acerca de la mala suerte que dan los cactus.

Por la tarde regresamos a Madrid.

No se me olvida la luz de Valencia. Creo que podría distinguir el cielo de la ciudad entre un millón de cielos. Estoy segura de que, cada vez que voy, como un velo de memoria, esa luz impregna mis ojos y viaja conmigo, tamizando el paisaje plano que se extiende más allá de la ventanilla del autobus. Veo campos de amapolas y vides, el pantanto y el trigo, y sigo pensando en el despacho de mi padre y los trayectos en coche con mi hermano.

La vuelta a casa, cinematográfica, la protagonizó PF y su visita nocturna, pertrechado de canciones folklóricas y Coca-Cola. Que nadie diga que Almodóvar es inverosímil; que se atreva a decirlo después de leer esto: PF y yo nos fuimos a la cama, con la lámpara de tortuga encendida, y nos besamos escuchando La parrala, nos abrazamos riéndonos el uno del otro, porque recordábamos casi todas las letras de Rocío Jurado y Lola Flores. Lo pasamos bien. Le confesé mi intención de adquirir una falda de lunares, dio su visto bueno. Hablamos hasta la madrugada. Luego, dándome un beso pequeñito en la puerta, se fue.

Ahora estoy cansada y me he comprado un vestido de lunares verdes, que el sábado me pondré con unos pendientes de aro amarillos. Lunares y plástico de colores definen mi estado de ánimo actual a la perfección; colores vivos que se estampan contra mi cansancio, despertándome.

La fiesta folklórica y el amigo fiel

La fiesta folklórica y el amigo fiel

Escucho a Falete. Son las doce de la mañana y Lo siento mi amor suena tan alta que la debe estar tarareando el portero. Este mes lo hemos declarado el mes folklórico, principalmente en honor a las dos Rocíos; homenaje que culminará con la celebración de una fiesta en mi modesto hogar la noche del sábado seis de mayo. Para asistir al evento hemos establecido una serie de reglas que hay que respetar a rajatabla:

- A todo el que llegue se le entregará un clavel del que no podrá desprenderse durante la velada, no importa donde lo lleve (en la oreja, clavado en la coronilla, en la boca...).

- El atuendo debe ser acorde al hilo musical, se admiten fajines, camisas anudadas al ombligo y sombreros de Tío Pepe, zapatos de lunares, pendientes de plástico y collares de bolas. También se tendrá en cuenta el esfuerzo por hablar con acento andaluz.

- En el menú de la cena no faltarán la tortilla de patata, el fino ni las banderillas.

- Por último, cada uno de los invitados deberá elegir una canción e interpretarla, solo o con pareja, delante del resto. Estamos considerando la posibilidad de premiar al mejor intérprete con un toro en miniatura o, en su defecto, un torero de Playmobil. Pero eso ya se verá...

De forma paralela a la organización de tan indescriptible evento, la primavera transcurre plácida cual arroyuelo. Estoy feliz: tengo un Amigo Fiel; nuevo concepto que PF acuñó inconscientemente el lunes pasado, mientras nos tomábamos una cañas y unas patatas con allioli en el bar que hay bajo de su casa, donde los camareros, atentos a nuestra conversación, lo miraban sorprendidos de que se hubiera convertido en un Casanova de la noche a la mañana.

Él me aseguraba que ni siquiera podíamos ser un poco novios, como diría ¿P?, y al mismo tiempo cometió la temeridad de prometer que me iba a ser fiel... ¿No es bonito? Vuelvo a adentrarme en los misterios del sexo de la mano de PF, transmutado por su propia obra y gracia en mi nuevo Amigo Fiel. Estoy enamorada; un hecho que él no debe saber porque, si llegara hasta sus oidos, primero rompería su compromiso y luego se sumiría en un desesperante ataque de ansiedad.

Tendré paciencia. Menos mal que cuento con un montón de orejas para desahogarme. Ahí están las cenas en el Puerto Rico, las comidas en casa de Vitu, con siesta incluida, y los teléfonos móviles encendidos incluso durante la madrugada. Atravesamos un periodo de días de sol. Cuando trabajo por la mañana y salgo a las tres a la calle Preciados por la puerta de personal, encuentro mil razones para sacar del bolso de Emily las enormes gafas de sol que me compré con B.

Ojala fuéramos capaces de vivir siempre como hasta ahora, sin tomarnos demasiado en serio.

Volver

Volver

Encontraremos muchas razones para marcharnos y mandarlo todo a la mierda si lo que deseamos en nuestro fuero interno es huir; de la misma manera, si lo que queremos es volver, no habrá nada que nos resulte más sencillo. Yo vuelvo hoy y no sabría decir por qué: porque mis padres acaban de marcharse, porque llevo siete días seguidos trabajando -incluido el Día del Libro-, porque el viernes me llevé un disgusto y el sábado, con el granizo y la lluvia, se inundó el sótano de la librería... vuelvo a lo mejor porque no encuentro la camiseta a rayas perfecta y tengo que compartirlo con alguien; animarme a continuar la búsqueda y no desfallecer, convencerme de que más tarde o más temprano la encontraré.

Hace un par de semanas, Ana Mari, S, M.A. y yo fuimos a la plaza de los Cubos para cenar en el Burger y ver Volver. Allí coincidimos con Almodóvar, que bajaba las escaleras de los cines Princesa, solo. Me temo que su película no está gustando mucho. Yo debo ser la excepción. Lloré. Hay una escena en la que Raimunda, llevando de la mano a su hija, Paula, huye de su madre y del pasado terrible que ella le recuerda. Mientras corre por una calle de la perifería de Madrid, con las tetas casi al aire y el pelo muy negro cada vez más revuelto, le dice encendida a Paula que en algún momento tendrá que enfrentarse a su madre y hablar con ella. Entonces Paula le propone volver y las dos se detienen en seco, como si acabaran de resolver, sin proponérselo, un misterio. Cambian el rumbo y regresan al piso donde las esperan Carmen Maura y Lola Dueñas. Vuelven.

Cuando terminó la película, llovía sobre la Gran Vía y M.A. se protegió con la capucha de su sudadera marrón. S llevaba paraguas. La dejamos en el metro, nos depsedimos de M.A. en el cruce con San Bernardo y Ana Mari y yo seguimos en dirección a Santo Domingo. De repente tuve ganas de volver a escribir aquí.

Y he vuelto hoy.

IV La cumbre del Mareas

Enfrentarse a los ojos sin vida de Asturman dejó a Caín, tan sólo por un instante, sin capacidad de reacción. En cuanto recuperó el aliento, bajó corriendo -batiendo un récord mundial no registrado- los seis tramos de escalera que le separaban de la cuarta planta, donde se encontraban la librería y la oficina de la desventurada jefa, y alertó a la policía de que arriba había un muerto. Ante aviso semejante, el equipo de investigadores se olvidó del primer cadáver y salió veloz en dirección al almacén para buscar nuevas pistas en el cuerpo del joven reponedor.

Con la sensación del deber cumplido tras haber informado a las Fuerzas de Seguridad del Estado, Caín envío el siguiente sms a sus compañeros más espabilados:

"ASTURMAN TB HA SIDO ASSINADO. AYUDADM A DSCUBRIR AL CABRON Q LO HA HECHO. ESTAR EN L MAREAS DNTRO DE 1/2 H. HE COLOCADO 7 ROLS"

Naoko y Piobaroja tardaron cuarenta y cinco minutos en descifrar el mensaje de Caín y, una vez conseguido el objetivo, lo que más les llamó la atención fue que hubiera sido capaz de colocar siete roles, compuestos de doce cajas de libros cada uno, con el poco tiempo que había permanecido en la librería.

- No puede ser... -Susurró fascinado Piobaroja.- Es una máquina...

Con su inteligencia claramente superior y la calculadora del móvil de Naoko como único recurso, perdieron un buen rato calculando la media de ejemplares colocados por segundo. Afortunadamente, llegó un momento en que por fin se cansaron de hacer reglas de tres y, al darse cuenta de que llegaban tarde a la cita con Caín, salieron escopetados hacia el Mareas Vivas, un bar próximo a la plaza de Santo Domingo donde solían reunirse al terminar la jornada para tomar unas cañas y hablar de trabajo.

Cuando llegaron, junto a la barra distinguieron a Caín. Con él estaban ¿p?, Albert, Eli, Vituperio, Pf, Harryestaquí y Pequeña Vq, a quien todos llamaban así porque sabían que llegaría a ser una gran Vq algún día.

- Llegáis tarde. -Subrayó Caín sin rastro de malicia en sus palabras.
- Eso no importa ahora. -Se excusó Piobaroja con la determinación propia de un líder. -Vamos al grano. ¿Cómo es posible que hayas colocado siete roles? Es mentira.
- Es verdad.
- Es mentira.
- Es verdad.

Fuera de la conversación, con la cuarta caña en la mano, Albert, que era de Jaca, se puso a tararear una jota aragonesa y Pequeña Vq, encantada con la músiquita, empezó a dar vueltas sobre sí misma, emulando quién sabe qué baile regional.

- Chicos, chicos... -Intervino Vituperio tratando de reconducir la conversación.- Asturman y Jefa han muerto. Creo que deberíamos hablarlo.

Todos estuvieron de acuerdo. Empezaron a profundizar en el tema y alcanzaron interesantes conclusiones.

III Caín y Las Crónicas de Narnia

Treinta milésimas de segundo después de que Naoko empezase a liar el primer porro tirada en la cama de Piobaroja, con un paquete de galletas Príncipe a un lado y una bolsa de patatas al otro, Caín, aún en la librería, recordó que se había dejado su suéter en el almacén y decidió subir a buscarlo antes de marcharse a casa.

El almacén, en la séptima planta del edificio, no tenía calefacción, parecía una nevera; una habitación de techo alto, cruzada de un extremo a otro por un ejército de estanterías metálicas, grises, con un pasillo relativamente estrecho en el centro para que los empleados pasaran con sus carros y cargaran o dejaran la mercancia: libros. El almacén estaba repleto de libros. Las estanterías más cercanas a la puerta servían para guardar las ediciones de bolsillo; a continuación, las novelas de formato normal y, por último, los libros infantiles. El trabajo de mantener en orden aquel templo secreto del saber corría a cargo de los reponedores, que se pasaban las mañanas bajando y subiendo cajas con títulos necesarios o sobrantes en la tienda.

En cuanto Caín abandonó el lugar donde se había cometido el asesinato e inició su recorrido por los pasillos interiores de la librería, el silencio y la luz de la calle, que se filtraba por las ventanas rectangulares abiertas en los rellanos de las escaleras, le hicieron olvidar el jaleo provocado por el hallazgo del cadáver y la llegada de la policia. Subiendo a la séptima, Caín volvió a sentir que navegaba con calma por las horas de un día corriente. Y es que el acontecimiento extraordinario, cual bombilla de bajo consumo, no había alcanzado a iluminar más allá de la escena del crimen. ¿O sí? Muy pronto lo descubriría.

Tardó menos de 45 segundos en llegar a su destino. Su forma física era excelente y la ponía a prueba cada día, desafiándose a sí mismo a la hora de colocar la mercancía y desplazarse por la tienda. De manera que cuando abrió la puerta de doble hoja del almacén jadeaba un poco, imperceptiblemente, pero estaba satisfecho.

- ¿Hola? -Preguntó gritando para imponerse a la sintonía de Kiss FM.- ¿Hay alguien?

Al no recibir respuesta, Caín pensó que el último en pasar por allí se había dejado la radio encendida. Visualizó su suéter dentro de una caja vacía, cercana al primer bloque de estanterías, y lo cogió. De repente, acuclillado junto a la caja, le recorrió el cuerpo un escalofrío y tuvo ganas de marcharse.

- ¿Hola? -Volvió a repetir con un ligero temblor en la voz. -Aquí no hay nadie...

Un par de zancadas y ya estaba otra vez en la puerta. En el suelo, premonitoria, Kiss FM seguía en marcha. Empezaba "Si te vas", de Coti: Si te vas, se me va a hacer muy tarde... li lo li, li lo li li lo lilo. ¿Qué estaba pasando allí? El sexto sentido de Caín le decía que algo no iba bien. Antes que ver el sol... li li lo li li loli. Alerta, en guardia como un felino, se agachó para apagar la radio y entonces lo vio, estaba al final del pasillo, al fondo del almacén. Había un ejemplar de Narnia en el suelo, desafiándolo con los destellos de su cubierta en tonos rojos.

Caín se acercó con cautela. Un paso, después otro, la música no dejaba de sonar. Cuando llegó a la altura del libro lo recogió con rapidez y entonces, al girarse a su izquierda para devolverlo a la estantería, se quedó sin aliento. Los estantes estaban desiertos, todas las Crónicas de Narnia, más de doscientos volúmenes de cada uno de los siete episodios, estaban en el suelo formando una montaña de, aproximadamente, unos cuatro metros. Aquello no era casual.

Sin saber muy bien por qué, empezó a apartar los libros con las manos, rápido. Se temía lo peor y no se equivocaba. Sepultado por la avalancha de libros, con una expresión de terror petrificada en sus ojos vidriosos, encontró a uno de los reponedores. Era Asturman y estaba muerto.

II Naoko Chan y la ausencia de gravedad

Naoko Chan no era el nombre de Naoko Chan, pero a ella le gustaba que la llamaran así y, aunque lejos de haber nacido en China, éra oriunda de Getafe, sentía una extraña pasión por todo lo relacionado con lo oriental, desde los palillos para comer el arroz a la tecnología taiwanesa, pasando por las novelas de Kawabata y Murakami, los pai-pais, los rollitos primavera y el Chino Cudeiro, que había vuelto a su vida gracias a la reposición de Humor Amarillo en el canal 4.

Naoko Chan vivía sola en Lavapiés y disfrutaba paseando con su mp3 por las calles de Madrid a cualquier hora. Una vez leyó que una persona no se podía considerar adulta hasta que no tenía un ser vivo a su cargo. Al día siguiente, domingo, se fue al rastro y compró tres cactus Pata de Elefante para cuidarlos y adornar con ellos el alfeizar de la ventana de la cocina. Estupendo, ya era adulta y sólo le había costado 12 euros. Un par de semanas más tarde el viento abrió la ventana de golpe y los cactus murieron al estrellarse contra el suelo. Naoko Chan se preguntó entonces qué demonios debía significar eso y, al no encontrar una respuesta que la convenciera, metió un vaso de leche en el microondas y se preparó un Cola Cao con magdalenas.

Así era Naoko Chan, que acababa de cumplir 25 años la mañana en que descubrió el cadáver de la Jefa de Departamento sin Piobaroja cerca, para acudir raudo junto a ella al escuchar su grito desgarrador y ayudarla a salir del estado de Shock... no, Piobaroja no estaba. Recordemos: Piobaroja, para variar, se había dormido.

En su lugar, fue Caín el encargado de socorrer a Naoko; el único de la plantilla de la librería, integrada por más de 25 empleados, que respondió a su tribal llamada de auxilio.

Caín era raro: Rubio, con raya al medio, de ojos azules y piel muy pálida. Cierto es que ninguno de los rasgos mencionados justificaban la rareza de semajante ser pero, saltaba a la vista, había algo extraño en él. Una vez, en la sala de descanso, mientras se bebía una Coca Cola, coincidió con Naoko y, en medio de una charla intrascendente, le confesó que su máxima aspiración era "tender al conocimiento". Tal revelación provocó en Naoko un conato de atragantamiento que Caín resolvió con premura, saltando sobre ella y golpeando con firmeza su esternón para ayudarla a expulsar el trozo de sandwich vegetal que se le había quedado atascado en la garganta. Le salvó la vida. A Caín le gustaban los cómics y hacía lo posible por actuar como un superhéroe.

Sin embargo, aquella mañana fatídica, Naoko se preguntó en voz alta, ya con Piobaroja a su lado, si lejos de ser "el bueno de la película", no sería el malo malísimo de la acción; el asesino despiadado de la Jefa.

- ¿Por qué piensas eso? Al fin y al cabo se ha portado bien contigo. Es buen chaval. -Masculló Piobaroja dubitativo.
- Sí, pero no pareció sorprenderse lo más mínimo al ver el cuerpo y esa Biblia del Peregrino...
- ¿Lo dices porque trabaja en Ciencias Humanas?
- Exacto... Si la hubieras matado tú, que trabajas en cómic, probablemente hubieras ultilizado Blankets o V de vendeta. Si la hubiera matado yo, que estoy en Literatura, lo más seguro es que hubiera elegido El Quijote. Pero una Biblia... sólo a alguien que trabaje en Religiones se le ocurriría... ¿No?
- También podría ocurrírsele a un fanático religioso o a un tío con una Biblia en su casa... vamos, digo yo. Además, ¿por qué iba querer Caín matar a la Jefa?

"¿Por qué?". Aquella pregunta golpeaba las paredes de sus cráneos igual que un badajo una campana.

La policía no tardó mucho en informarles de que la librería, por el momento, permanecería cerrada; circunstancia que Piobaroja aprovechó para invitar a Naoko a su casa con la intención de elaborar una lista de sospechosos y, de paso, fumarse un par de porros.

Dicho y hecho. A Naoko le gustaba encerrarse en la habitación de Piobaroja para charlar con un par de vasos de wisky en la mesa del ordenador, buena música y costo suficiente como para crear el efecto submarino. La última vez que habían hecho eso, habían imaginado cómo sería el mundo sin gravedad. "Ausencia de gravedad total", esa era la expresión con que lo habían definido.

EL SECRETO
Novela policiaca por entregas dedicada a Dan Brown

I Apocalipsis

El reloj de la Puerta del Sol marcaba las nueve de la mañana, pero Piobaroja no lo vio; no se encontraba en su trayecto de casa al trabajo, desde la Plaza de Chueca a Callao, siempre tarde.

Aquel día no fue una excepción: recorrió a zancadas somnolientas las callejuelas todavía medio dormidas del barrio gay en el que, tan solo un par de meses antes, había alquilado un piso en un edificio de apariencia postbélica con un antiguo amigo del instituto, y salió a la Gran Vía con las manos en los bolsillos de su tabardo marrón. La gorra puesta, la bufanda rozándole la perilla.

Piobaroja era joven, 27 años, y tenía esa clase de encanto hollywoodense que gusta a las mujeres a la primera de cambio. Él lo sabía. Lo sabía cuando iniciaba conversaciones intrascendentes con las clientas de la librería y lo sabía ahora, mientras cruzaba en rojo pensando en la bronca que le iba a caer por retrasarse veinte minutos. Se trataba de un galán en toda regla.

Por fin Callao, se dijo algo más relajado para pensar a continuación que efectivamente lo era: era un Don Juan. Sonrió para sí. Piobaroja era listo. Leía, como buen librero, y sabía que su atractivo cinematográfico le permitía jugar con ventaja. Se excusaría delante de su jefa y ella aceptaría sus disculpas. Además, treinta segundos antes de salir de casa le había enviado un mensaje a Naoko para que fuera pensándole una coartada. Su compañera y mejor amiga, aficionada a las novelas de misterio japonesas, no le defraudaría. Lo único que tenía que hacer era conseguir hablar con ella antes de enfrentarse a la autoridad; cosa que nunca llegaría a ocurrir porque, el pobre Piobaroja lo ignoraba entonces (como tantas otras cosas), la autoridad estaba muerta.

Y es que, mientras Piobaroja cruzaba temerariamente los semáforos del centro de la ciudad, Naoko Chan había encontrado a la Jefa de Departamento muerta en su oficina con una Biblia abierta sobre su cabeza. La habían matado a golpes, las puntas de la edición especial de la Biblia del Peregrino estaban ensangrentadas; el cuerpo de la mujer yacía inerte en el suelo del pequeño despacho, con las extremidades extendidas y el rostro oculto por el libro abierto, de cuya protección escapaban los cabellos negros y largos del cadáver, lacios sobre las baldosas blancas, como tentáculos. Por la ventana minúscula y sin cortinas, junto al ordenador, se filtraba una luz blanquecina, de invierno, y el protector de pantalla repetía una y otra vez la misma frase:

En el principio, creo Dios los cielos y la tierra.
(Génesis, 1,1)

Ante semejante visión Naoko gritó. Afortunadamente la tienda aún no estaba abierta. La policía llegó rápidamente. Piobaroja se cruzó en la entrada con dos agentes y un coche con sirena. Se asustó.

Cuando llegó a su planta alguien le había dado a Naoko una tila y ella pudo contarle con tranquilidad lo que había ocurrido:

- La han matado. Ha debido llegar temprano y alguien la ha matado.
- O tal vez la mataron ayer... –Barruntó Piobaroja con la mirada perdida en el mar de libros que los rodeaba.
- O tal vez la mataron ayer. –Corroboró ella.- Eso significaría que, no es que haya llegado pronto, sino que no llegó a marcharse.
- Sí, pero quién...
- Sí, ¿quién?
- Ha podido ser cualquiera... pero, ¿por qué?
- ¿Por qué?

Naoko le contó entonces que en el protector de pantalla del despacho se repetía una y otra vez el primer versículo del Génesis. Tal vez eso significara algo.

- Deberíamos averiguarlo.
- Vale. –Aceptó ella con el extraño presentimiento de que era el Apocalipsis lo que acababa de empezar.

Reivindicación de las mollejas

Reivindicación de las mollejas

Molleja: Estómago muscular que tienen las aves, muy robusto especialmente en las granívoras, y que les sirve para triturar y ablandar por medio de una presión mecánica los alimentos, que llegan a este órgano mezclados con los jugos digestivos.

B dijo que me parecía a Catherine Keener. Lo dejó caer mientras esperábamos junto al último ordenador de la planta el aviso de megafonía indicando que sólo quedaban cinco minutos para cerrar. En un instante me imaginé cual neoyorquina común, paseando por Central Park, con las manos en los bolsillos de una gabardina roja, tres cuartos, y las hojas cayendo lentas de los árboles; porque sería otoño, sin duda, y Woody Allen, que habría salido a comprar el pan, se cruzaría conmigo y me propondría hacer una guerra de hojas muertas, lanzándolas a patadas y revolcándonos gracilmente por el suelo... ¡qué bonito!

Entonces apareció ¿p? con un montón de libros de autoayuda y aportó un interesante dato a nuestra conversación. Dijo: "A Eli le gustan las mollejas".

B quedó consternado. Se llevó las manos a las sienes y clavó sus ojos en los míos como si me mirara por primera vez y yo ya no fuera un ser humano, sino un extraterrestre recién llegado de Saturno. Tardó en reaccionar y, cuando por fin lo hizo, fue para hablar como Yoda y arrebatarme de un plumazo la ilusión:

- Catherine Keener ya no puedes ser. ¡Dios mío! Comer mollejas te quita todo el glamour.

¡Eh, eh, eh! ¡Un momentito! ¿Cómo que no? A mí no me toquéis el glamour. ¿Acasó Ferrán Adriá, ese hombre deconstructor de la tortilla, carece de él?

Me temo que no habéis probado las mollejas. De hecho, estoy segura de que, si Jackie Kennedy o Coco Chanel se hubieran pasado por Alcocebre durante algun verano de mi infancia, mi padre no habría tardado ni dos horitas en invitarlas a una suculenta paella cuajada de pollo, pato, conejo, caracoles y, por supuestísimo, unas cuantas mollejas. Como señoras educadas, la habrían probado sin más remedio y habrían quedado encantadas, adictas desde ese momento a la casquería más vil.

Cada vez que voy a Valencia hay paella y mi padre, que me quiere un montón y sabe que me gustan, traduce su incalculable afecto en la cantidad de mollejas que compra para la ocasión. Me dice: "Hoy he puesto 16 mollejas"; y yo sé que eso significa: "Hija mía, te quiero más que a mi vida, te quiero más que a mi muerte". Así que para no defraudarle me las como todas toditas.

Mi historia con Woody termina cuando él me propone que no hagamos más el canelo con las hojas del parque y nos vayamos a un restaurante de gansters italianos afincados en Broadway con mantelitos a cuadros, una botella de vino en cada mesa, un señor trajeado, con una metralleta mal disimulada al fondo del local, y una especialidad en el menú: spaghetti con mollejas. Sin dejar de ser Catherine keener, acepto la proposición.

Rewind

Rewind

Estoy sentada con T en el Hollywood de Alcalá con Jorge Juan. Son algo más de las seis y media, y la tarde del domingo agoniza al otro lado del cristal. Las tiendas están abiertas (primer domingo de mes) y T se ha comprado un suéter, un monedero y unas medias. Yo, con 300 euros en la cuenta para pasar febrero, me he probado ropa en todos y cada uno de los sitios a los que hemos entrado, pero gracias a la providencia divina nada me ha gustado lo suficiente como para gastar y alcanzar el estado de satisfacción transitoria que produce en mí la adquisición de prendas innecesarias, del tipo "pantalón pirata, bombacho, con estampado militar y cordones de esparto rematando los camales"; una pena que no hubiera de mi talla.

Frustrado mi espíritu consumista, después de llegar casi hasta el Retiro en busca de una cafetería donde reponer fuerzas, decidimos volver sobre nuestros pasos y meternos en el Hollywood "a merendar". T pide un poleo y un Brownie; yo, un café con leche y tarta de queso. El porqué de mi elección radica en evitar la ingesta excesiva de chocolate: he desayunado café con galletas de chocolate y he tomado de postre un Magnum de chocolate almendrado. El colesterol me habla, así que, precavida cuanto más, opto por el "Alabama Cheese Cake", que al final se presenta delante de mí coronado por una bola de helado de vainilla y un par de cucharadas soperas de chocolate fundido. Error fatal. No me queda más remedio que comérmelo, teniendo en cuenta que es la representación física de una sexagésima parte de mi presupuesto mensual.

T y yo hablamos de mi noche de sábado y PF, ese ser prohibido, sale a la conversación. Es un hecho -le digo a T y también a ¿p? cuando, convaleciente de su gripe, me llama por teléfono- no me va a quedar más remedio que casarme con él. Lo he deducido a partir de un par de sensaciones contradictorias provocadas por su cercana presencia la noche anterior:

1.- Para trasladarse por Malasaña PF se pone un gorro en la cabeza con el que me recuerda a un pesacador de atunes. Pienso: "Horror, se parece a un pescador de atunes"; y al mismo tiempo, mientras avanza al lado de A con las manos en los bolsillos de su anorak gris y el dobladillo de los vaqueros ajustado a más no poder, un estremecimiento parecido al que me produce la visión de George Clooney en el anuncio del Corte Inglés me recorre por dentro.

2.- Después de pasar por El Rey Lagarto, local en el que PF destaca por ser el único individuo con camisa (el atuendo mayoritario consistía en vaqueros elásticos y camiseta sudada con tirantes desbocados), hacemos un alto en la entrada del segundo bar para que D y Naoko lien un porro. PF se situa delante de mí, apoyándose en un coche. No le hablo, pero continuo observándole desde el silencio, lo que me permite descubrir que tiene una berruga negra y pequeñita en el cuello. Esta vez pienso más o menos: "¡Madre mía! ¡Qué asco! Tiene una berruga", sin embargo le quiero igual.

Sueño con tirarle a la calva el diccionario Panhispánico de dudas y, sin embargo, le quiero igual. Me imagino dejándole plano cual dibujo animado después de aplastarlo una y mil veces con un rol de Atlas Maior y, sin embargo, le quiero igual. No le hablo y apenas le miro si coincidimos en grupo, pero le quiero igual... la Vida D.P. es un fraude. En mi interior PF colea más fresco que una rosa, consciente de que no le resultaría nada difícil conseguir que volviera a caer en la tentación.

T escucha mi confesión con paciencia y compara mi situación con el fragmento de una película repetido sin cesar gracias a la opción "Rewind" del vídeo. A mi alrededor pasan cosas pero yo, con la visión coartada de un caballo enganchado a una calesa, consagro mi existencia al bucle de acercamiento-sexo-separación que me brinda PF.

Me pregunto si tendra alguna foto en un puerto, con el gorro puesto, una caña en la mano izquierda y un atún gigante en la derecha. Sonriendo.

Nominaciones

Nominaciones

Me gusta el cine; un lugar común. Durante los años de EGB solía ir con mi tía una vez a la semana a ver un estreno. Huíamos de los sábados y los domingos, así que no era raro que las tardes de los martes o de los miércoles viniera a recogerme al colegio o yo fuera a buscarla a la lotería para coger un autobús y trasladarnos al centro, donde elegíamos título dejándonos llevar por los carteles y la hora de la sesión. Formábamos una extraña pareja. Nos enfrentábamos a la pantalla sin miedo: con ella vi Instinto básico, Kika o El silencio de los corderos. Al terminar la proyección había oscurecido. Yo con la mochila de turno y probablemente vaqueros; ella, impecable, con traje sastre, pelo de peluquería y zapatos de tacón. Volvíamos a la parada del autobús y regresábamos a casa comentando la película.

Han pasado muchos años de aquello. Ahora vivo en otra ciudad. Entonces mi tía rozaba los setenta, ahora los noventa le pisan los talones y las cervicales destrozadas le obligan a sostenerse constantemente el cuello. La veo poco, sólo cuando me escapo a Valencia para descansar. Parece más pequeña. Mi madre me acusa con frecuencia de haberme olvidado de ella, pero no es verdad.

Hoy he dormido una de mis interminables siestas y he comido pollo (si me fiara de mi propio diario deduciría de mí que me paso la vida durmiendo, bebiendo, leyendo si me apuras, y desarrollando una extraña adicción al pollo y la pasta con atún). Cuando he abierto los ojos eran más de las ocho en el reloj y, pensando en qué escribir, tratando de encontrar un punto de inspiración en las nominaciones a los Oscar, me he acordado de una noche en que, después de ver Tacones lejanos en el ABC Park, salimos a la calle y estaba lloviendo. No pudimos evitar mojarnos, no llevábamos paraguas... y ahora es esa imagen la que me trae la memoria como prueba inevitable de que existió esa época y, de una manera inexplicable, porque no sé cómo ni en qué, me marcó.

Si pienso en los Oscar me acuerdo de lo que acabo de contar y de las noches en vela con mi prima, viendo la ceremonia en Canal +. El cine me fue útil en la adolescencia y en este momento, aunque presente, no es más que una oferta de ocio, ya no es protagonista.

Mañana iré a ver Munich. Estoy leyendo Venganza.

Mi tía tuvo paciencia. Fuimos acumulando tardes, trayectos y salas en penumbra donde le hablé de muchas cosas. Fuimos compañeras. Vivimos una historia juntas y luego separamos nuestros caminos.

Me duele la cabeza

Me duele la cabeza

Ayer cené con Palo y B en un restaurante chino de la calle Tudescos, desde el que se ve Callao y un fragmento pequeñito de Fnac. Cuando mis padres se casaron y fueron de viaje de novios a Madrid cenaron allí, en El Buda Feliz; yo lo conozco por eso.

La boda se celebró en Valencia, el 6 de enero de 1977. Era Reyes y llovía. Yo nací nueve meses y doce días después, así que fui concebida en Madrid, no hay duda. Me imagino a mí misma como un grupo de celulitas que se multiplicaban compulsivamente en el útero materno mientras mi madre y mi padre comían codillo al estilo pekinés. Visto así, ayer, 28 años y muchas células después, volví a mis raices, a mi principio, a mi Meca particular.

Quizás haya sido semejante proceso retroalimenticio el causante de mi actual dolor de cabeza. Cenamos rollitos, arroz tres delicias, Chop Suey y tallarines con gambas. De postre, helado frito. Después, ya en casa, me quedé despierta hasta las tres y diecinueve minutos, visualizando alternativamente Lucía y el sexo y Casino, donde Robert de Niro y su doblador me recordaban sin cesar a Buenafuente.

El imitado se convierte en imitador y yo, cual calcetín vuelto del revés, regreso al punto de inflexión de la Humanidad por lo que a mí se refiere, el lugar donde estuve y no estuve por primera vez. Paranoia.

Me tomo una aspirina para ver si me despejo y, a largo plazo, prevenir el infarto cerebral. Consulto en LaNetro a qué hora y dónde proyectan Caché.

Esta noche, pizzas y Premios Goya. Son muchas las posibilidades de que gane La vida secreta de las palabras, algo que me haría perder definitivamente la fe en el futuro de nuestra civilización... Apiádate de mí, Dios Mío.

Prosa

Prosa

Mi vida transcurre en prosa. No tiene tiempo de ordenarse en una serie de versos que respeten la métrica y el ritmo. Se queda con la aridez de las subordinadas, los puntos y aparte y, como mucho, la incertidumbre casi nunca resuelta de los puntos suspensivos.

Leo novelas. Busco en la ficción una estructura que refleje la de mi realidad, la de esta ciudad caótica y al mismo tiempo irritante como el mecanismo perfecto y rígido de un reloj. Me veo en medio de la librería, inmóvil, ignorada por la gente que pasa de largo sin decirme nada por un lado y por el otro; viendo; manoseando libros; dejándolos caer al suelo o abiertos sobre otros libros que cayeron antes. La luz artificial baña la escena y las voces a mi alrededor se confunden en un único murmullo sin mensaje ni intención.

Quizás somos los personajes de otro. Un grupo de jóvenes con chaleco y vidas iguales, pautadas. Alguien nos observa desde arriba. Es de noche. Salimos por la puerta de personal a la calle Preciados y mientras esperamos al último compañero, D y ¿p? se fuman un cigarro y yo guardo la tarjeta para fichar en mi bolso siniestro. Todos nos hemos puesto el abrigo y lo hemos abrochado hasta el cuello. Hace frío. Alguien lanza al aire la posibilidad de ir a tomarse una cerveza. Como en un escenario, a la misma hora de ayer, la misma función. Podéis verla hoy si aún no habéis tenido oportunidad de acudir. Allí estaremos. Los figurantes no tienen desperdicio: hay un chino sentado en el suelo de Preciados con Maestro de Victoria, que toca en un instrumento sin nombre canciones melancólicas imagino que de su país. Nunca le hemos echado ni un céntimo.

Tal vez alguno de nosotros rechace la invitación y diga que se va a casa o que ha quedado. No penséis que por eso se está cargando la representación. Esta obra se parece un poco a las novelitas de "Elige tu propia aventura". Cuando era pequeña me regalaron una y con ella en la mano creí que tenía en mi poder infinitos finales para una misma historia. Sólo había diez. Así que cuando la leí once veces dejó de interesarme y la olvidé.

Volvamos al grupo: si nos disolvemos, ¿p? y B se irán hacia Callao. D y yo bajaremos hacia Sol por Carmen y tiraremos por Montera hasta Gran Vía. A veces yo acompaño a D a su casa y alargamos el trayecto caminando juntos hasta Banco de España, donde nos despedimos y cojo el metro.

La poesía miente. Si la utilizara, estaría disfrazando los trayectos por un Madrid desnudo, transparente, que nos incluye como un cuenco de cristal. Palabras como barrotes nos rodean, nos hacen prisioneros, pero tienen la honestidad suficiente como para no transformarse en un poema. Son claras. Las decimos esperando que provoquen algo, que cambien las cosas, que nos salven. Y sin embargo solo nos producen una calma pasajera; iguales que una droga, su efecto es efímero y garantiza el nacimiento de palabras nuevas.

Me gusta Madrid en silencio, por eso con frecuencia necesito quedarme sola. Madrid sin palabras se convierte en una ciudad vacía, en un bosque inhabitado que despierta en mí un sentimiento de pertenencia y comprensión. Me conoce desde el principio y sabe, como yo, que no hay escapatoria.

El miedo

La parada de Goya es amarilla. Siempre es amarilla, no importa si te bajas del vagón a las once de la mañana o a las diez de la noche. La iluminación es la misma. Por eso da igual qué hora es, bajo tierra el tiempo no existe. Viaja con nosotros, que lo llevamos colgando de la muñeca, condensado en un reloj, o latente en nuestra memoria, que nos remite a lo que dejamos en el exterior justo antes de sumergirnos en un mundo de luz artificial y túneles sin salida.

¿Tenéis miedo? Yo sí. Eso es lo que pienso mientras vuelvo a casa, en las cosas que no digo o no hago simplemente por miedo. El miedo recorta las acciones, nos limita. Planea como un carroñero sobre nuestras cabezas, su sombra es imposible de identificar, pero está ahí. Es una cadena que nos lastra, es un montón de metáforas a la vez. Es tristeza.

Creo que las farolas esféricas de Conde de Peñalver iluminan a medias la calle de doble dirección. Llevó medias negras y zapatillas rojas (sí, yo también tengo unas zapatillas rojas), ando a paso ligero, estimulada por la música del mp3. Entre el Mareas y mi casa escucho a Los Piratas, Brian Adams y El Efecto Mariposa. Vuelvo de una velada encendida con Naoko, ¿p? y Vitu, en la que hemos discutido de trabajo y hemos hablado del blog. Naoko me ha dicho una verdad: que debería escribir menos aquí y centrarme más en el cuento; terminar el libro.

Si no fuera por el miedo y el azar, el condicional no existiría... si no fuera por el miedo y el azar, no existirían ni esta ni la frase anterior. Una palabra pronunciada en voz alta, sólo una, podría cambiar mañana el curso de nuestras vidas o, para nuestra sorpresa, no producir efecto alguno. Seguro que se os ocurren muchas palabras que querriais decir, pero no las diremos. Supongo que el inclinarse por la renuncia y guardar silencio implica cobardía. Eso concluyo en los minutos que pierdo en Ópera, Sol, Sevilla, Banco de España, Retiro y Príncipe de Vergara; Que existe una historia paralela en la que nada se queda en el tintero. Todos soñamos con ella mientras nos acomodamos en nuestro asiento buscando una postura mejor.

Me gustaría ser más valiente