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No me llames

Cine y teatro

María Antonieta

María Antonieta

Salgo del cine. He entrado de día; cuando abandono la sala ya ha oscurecido y las farolas están encendidas; los letreros luminosos destacan más. La calle, inmersa en el grueso ir y venir del invierno, está llena de gente sin tiempo para la primera sesión de un martes por la tarde; y de nuevo confirmo que disfruto de no tener nada que hacer si, a mi alrededor, todo el mundo continúa con horarios opresivos y obligaciones que cumplir, si nadie se detiene mientras yo me paro en seco y miro.

He visto María Antonieta por segunda vez.

Me gustó Lost in translation y con María Antonieta Sofía Coppola no me defrauda. El planteamiento es frívolo. Los colores pastel inundan la pantalla y la música electrónica ambienta el baile de máscaras en la opera de París inmiscuyéndose en un escenario histórico que, en teoría, no debería haberle pertenecido. He leído algunas críticas que tachan de snob y vacía la película. No estoy de acuerdo. Más bien al revés, la considero arriesgada, inteligente en su elección de no profundizar y conformarse con lo más fugaz de los personajes. La cinta es como ellos.

Me compro la biografía de la reina francesa que escribió Stefan Zweig, publicada por Debolsillo, y confirmo mis sospechas en una de las primeras páginas: “Quizá la vida de María Antonieta sea el ejemplo más ilustrativo de la historia de cómo a veces una de esas personas mediocres es capaz de arar el destino y, con su puño imperativo, alzarse con fuerza sobre su propia mediocridad”.

¿Qué habría sido de María Antonieta sin la Revolución Francesa? ¿Hablaríamos de ella hoy? Probablemente no. Vivió encerrada entre Versalles y Trianón, jugando, bailando, gastándose a espuertas el dinero. Zweig la llama en su libro “La reina del Rococó” y yo la imagino como una cría a la que, de haber vivido hoy, le habría entusiasmado la música electrónica como vehículo para expresar lo que sentía; una adolescente al límite de su época convulsa, y consecuentemente sola.

Pienso en ella y concluyo que merece la pena el exceso y el desafío, la temeridad... pero al mismo tiempo sé que mi vida minúscula, sin revoluciones francesas a la vuelta de la esquina dispuestas a magnificar mi razón de ser, no puede ir más allá de las pequeñas transgresiones: escabullirse del trabajo un martes por la tarde para ir al cine o alargar de forma imprevista un café en La Canela, salpicado de cigarros y anécdotas contadas por mis amigas.

Me subo al metro, regreso a la librería. Después llego a casa y enciendo el ordenador. En el silencio que me rodea, roto por los golpecitos de mis dedos contra el teclado, escribo esta palabra. No he dicho nada de lo que quería decir. Lo he dejado como rastro en el camino de vuelta a mi lugar seguro. Últimamente son muchas las cosas que me gustaría contar... y creo que las escribiré algún día. Seguro.

Babel

Babel

Veo Babel, de Iñarritu, y me recuerda a Código desconocido, de Haneke. Me gusta. Es viernes por la tarde y, después de dar una vuelta y comprarme un libro de Vila-Matas, que junto con Javier Marías integra el programa de mi asignatura pendiente por lo que a literatura española actual se refiere, acabo sola en unos conocidos cines de versión original del centro de Madrid.

La sala está llena, es el día del estreno. Como siempre, llego hiperpuntual y me convierto en la primera de la cola que se va formando detrás de mí. Todos tenemos entrada pero la sesión no es numerada y la tensión crece entre los que esperan; algo de lo que, afortunadamente, yo no me entero, gracias a Vila-Matas y su Historia abreviada de la literatura portátil, cuyo principio no me acaba de enganchar demasiado, aunque sí lo suficiente como para abstraerme de la impaciencia que me rodea.

Ya en la sala, cuando se apaga la luz e Iñarritu despliega su magia como un encantador de serpientes, caigo a sus pies y me dejo conmover por la cosmopolita Babel: por su imagen en carne viva y su música desnuda, cargada de desaliento. Durante la proyección, incómoda con el dolor de los personajes, me pregunto si existir no es una garantía de sufrimiento; y pienso que nadie entiende nada, no por falta de formación, sino porque nuestra voluntad es cero.

Las barreras son infinitas. Vuelvo a casa de noche, andando por Alcalá, donde han adornado los árboles con cordones luminosos. La luz dorada confiere a mi regreso un halo irreal. Madrid está repleta. Me cruzo con grupos de amigos que han venido de otra ciudad y se fotografían con sus cámaras digitales delante del Banco de España o de la boca de metro; con parejas cogidas de la mano; con gente sola, como yo. Camino deprisa, ha bajado la temperatura. Repaso la película: un escalofrío me recorre el cuerpo al considerar lo lejos que estamos los unos de los otros y lo poco conscientes que somos de ello.

Ojalá supiera utilizar las palabras como Iñarritu las imágenes; encriptar una historia y lanzarla al vacío para que alguien la recogiera e intentara comprender. Sólo el esfuerzo por descifrar el mensaje ya implicaría entendimiento.

Feliz 2007 a todos.

Para Eli por fin

Para Eli por fin

La primavera avanza. Se dirige a un desenlace fatídico, inevitable, que culminará con la llegada del verano. En ese proceso, los días de sol, uno tras otro, imparables, se asoman a la ventana de mi habitación en Conde de Peñalver. Empieza a hacer calor y aunque, cuando suena el despetador, me cuesta deshacerme de las sábanas, la pereza es distinta a la del invierno: menos pesada, parece conocer que afuera no hace frío y apenas opone resistencia a que me levante.

Esta semana ha muerto Rocío. Mientras escribo esto, escucho Como una ola y me siento algo triste. La fiesta folklórica ya pasó. La hicimos por ella. Después vivimos una resaca de anecdótas, fotos y canciones; y Rocío continuaba aguantando en Villa Jurado de tal manera que Naoko, el Dia del Orgullo Friki, insinuó que aún iríamos a un concierto suyo. Pero no fue así.

A las cinco y cuarto de la madrugada del miércoles al jueves pasado, Rocío murio. Me enteré por un sms de T y antes de salir de casa en dirección a la Feria del Libro, me grabe en el mp3 sus mejores canciones para llenar con ellas mi paseo hacia El Retiro.

No nos suena igual la voz de alguien cuando sabemos que ha muerto. Esperé en el semáforo de Goya y bajé por Alcalá con la luz de las diez de la mañana cayendo sólida y blanca sobre los edificios igual que el día anterior, colándose entre los árboles llena de Como yo te amo y Se nos rompió el amor; porque la vida sigue siempre, manifestando una ignorancia obstinada de las tragedias particulares que, muy lejos de perjudicarnos, en el fondo nos sirve de alivio.

Estoy un poco triste, ¿lo he escrito ya? Ha sido una semana extraña en El Retiro, lejos de la tienda, con las horas impregnadas de polen y de la prosa de Suite francesa, el libro de Némirovsky que ha ganado este año, merecidamente, el Premio de los Libreros. Por la caseta han pasado Lucia Etxebarria y Mijangos, Vargas Llosa, D.C., Mariano, T, S y también el 99% de mis compañeros.

Ayer fue sábado. Firmaba Almodóvar en Ocho y Medio. B, Vitu, Naoko y yo nos compramos el guión de Volver y guardamos estoicos la cola de fans ansiosos de un autógrafo. En los últimos años, me he cruzado con Almodóvar mil veces pero una serie de catastróficas desdichas se ha desatado en cada ocasión para impedir que consiguiera su firma; así que cuando llegué delante de él, le pedí que en la primera página del libro, completamente en blanco, escribiera: "Para Eli po fin"; y me marché tan contenta.

Ayer coincidimos con Sabina en Maxi y, por no hacer caso a las advertencias de B, Pedro Zerolo vio mis braguitas azules delante del Círculo de Bellas Artes. Me encontré con N después de casi un año sin vernos y felicité por enésima vez a Caín, que vagaba cual alma en pena con Sh, por la tienda de ocasión de La Casa del Libro; un montón de historias.

Volver

Volver

Encontraremos muchas razones para marcharnos y mandarlo todo a la mierda si lo que deseamos en nuestro fuero interno es huir; de la misma manera, si lo que queremos es volver, no habrá nada que nos resulte más sencillo. Yo vuelvo hoy y no sabría decir por qué: porque mis padres acaban de marcharse, porque llevo siete días seguidos trabajando -incluido el Día del Libro-, porque el viernes me llevé un disgusto y el sábado, con el granizo y la lluvia, se inundó el sótano de la librería... vuelvo a lo mejor porque no encuentro la camiseta a rayas perfecta y tengo que compartirlo con alguien; animarme a continuar la búsqueda y no desfallecer, convencerme de que más tarde o más temprano la encontraré.

Hace un par de semanas, Ana Mari, S, M.A. y yo fuimos a la plaza de los Cubos para cenar en el Burger y ver Volver. Allí coincidimos con Almodóvar, que bajaba las escaleras de los cines Princesa, solo. Me temo que su película no está gustando mucho. Yo debo ser la excepción. Lloré. Hay una escena en la que Raimunda, llevando de la mano a su hija, Paula, huye de su madre y del pasado terrible que ella le recuerda. Mientras corre por una calle de la perifería de Madrid, con las tetas casi al aire y el pelo muy negro cada vez más revuelto, le dice encendida a Paula que en algún momento tendrá que enfrentarse a su madre y hablar con ella. Entonces Paula le propone volver y las dos se detienen en seco, como si acabaran de resolver, sin proponérselo, un misterio. Cambian el rumbo y regresan al piso donde las esperan Carmen Maura y Lola Dueñas. Vuelven.

Cuando terminó la película, llovía sobre la Gran Vía y M.A. se protegió con la capucha de su sudadera marrón. S llevaba paraguas. La dejamos en el metro, nos depsedimos de M.A. en el cruce con San Bernardo y Ana Mari y yo seguimos en dirección a Santo Domingo. De repente tuve ganas de volver a escribir aquí.

Y he vuelto hoy.

Nominaciones

Nominaciones

Me gusta el cine; un lugar común. Durante los años de EGB solía ir con mi tía una vez a la semana a ver un estreno. Huíamos de los sábados y los domingos, así que no era raro que las tardes de los martes o de los miércoles viniera a recogerme al colegio o yo fuera a buscarla a la lotería para coger un autobús y trasladarnos al centro, donde elegíamos título dejándonos llevar por los carteles y la hora de la sesión. Formábamos una extraña pareja. Nos enfrentábamos a la pantalla sin miedo: con ella vi Instinto básico, Kika o El silencio de los corderos. Al terminar la proyección había oscurecido. Yo con la mochila de turno y probablemente vaqueros; ella, impecable, con traje sastre, pelo de peluquería y zapatos de tacón. Volvíamos a la parada del autobús y regresábamos a casa comentando la película.

Han pasado muchos años de aquello. Ahora vivo en otra ciudad. Entonces mi tía rozaba los setenta, ahora los noventa le pisan los talones y las cervicales destrozadas le obligan a sostenerse constantemente el cuello. La veo poco, sólo cuando me escapo a Valencia para descansar. Parece más pequeña. Mi madre me acusa con frecuencia de haberme olvidado de ella, pero no es verdad.

Hoy he dormido una de mis interminables siestas y he comido pollo (si me fiara de mi propio diario deduciría de mí que me paso la vida durmiendo, bebiendo, leyendo si me apuras, y desarrollando una extraña adicción al pollo y la pasta con atún). Cuando he abierto los ojos eran más de las ocho en el reloj y, pensando en qué escribir, tratando de encontrar un punto de inspiración en las nominaciones a los Oscar, me he acordado de una noche en que, después de ver Tacones lejanos en el ABC Park, salimos a la calle y estaba lloviendo. No pudimos evitar mojarnos, no llevábamos paraguas... y ahora es esa imagen la que me trae la memoria como prueba inevitable de que existió esa época y, de una manera inexplicable, porque no sé cómo ni en qué, me marcó.

Si pienso en los Oscar me acuerdo de lo que acabo de contar y de las noches en vela con mi prima, viendo la ceremonia en Canal +. El cine me fue útil en la adolescencia y en este momento, aunque presente, no es más que una oferta de ocio, ya no es protagonista.

Mañana iré a ver Munich. Estoy leyendo Venganza.

Mi tía tuvo paciencia. Fuimos acumulando tardes, trayectos y salas en penumbra donde le hablé de muchas cosas. Fuimos compañeras. Vivimos una historia juntas y luego separamos nuestros caminos.

Brokeback Mountain

Brokeback Mountain

No es mi mejor semana. La petarda, o sea yo, lleva un par de días huyendo del teléfono y barajando la posibilidad de hacer amiguitos nuevos; algunos de los antiguos cansan por sus actitudes incomprensibles y yo estoy poco preparada para recibir golpes que no espero.

Sin embargo no todo es tedio en la viña del señor; no todo es caos: el cielo tiene la buena costumbre de abrir una ventana cuando te cierra doscientas puertas para gastarte una broma y provocarte sensación de ahogo. Sí, cuán benevolente, cuando ve que se te ha puesto la cara roja como un tomate, que ya no puedes más y estás al borde del asesinato pasional o la piromanía, va y le concede cuatro Globos de Oro a "Brokeback Mountain", la película de Ang Lee basada en el relato de la premio Pulitzer Annie Proulx sobre una pareja de vaqueros homosexuales.

Brokeback Mountain significa más o menos "la montaña de la espalda rota"... uhmmm... ¿Habéis intentado pronunciarlo en voz alta? Cada vez que lo hago parezco tartamuda, pero me produce tal sensación de paz que, junto con mi nuevo compañero de bolsillo, B, me paso el día repitiendo el título de la película como si se tratara de un mantra. Vamos de un lado a otro de la planta y en nuestras conversaciones descubrimos con sorpresa que toda reflexión halla la conclusión más acertada si susurramos exagerando nuestro acento: "Brokeback Mountain". La masonería debió empezar con jueguecitos de este tipo y ahora tiene media estantería para ella sola en Historia y Política.

"Brokeback Mountain", "Brokeback Mountain"... aquí lo dejo, como una plegaria mágica. Me gustaría redimirme con ella de las aproximadamente veinte veces en que, durante esta semana, he silenciado el móvil. "Brokeback Mountain"... perdóname señor por perder el tiempo durmiendo siestas de cuatro horas. "Brokeback Mountain"... perdóname también por mis mentiras piadosas a discreción y mi tendencia a dejar de hablar a la gente como quien tira un papel a la papelera. "Brokeback Mountain"... es un hecho: además de petarda y desde hace unos días algo siniestra, también soy un poco sacrílega.

A las cuatro de la tarde me despido de B en la puerta de la librería. Vamos en direcciones opuestas, Intentan atraparnos para una encuesta pero gracias a nuestra pericia y experiencia conseguimos huir. Ya andando, dándonos la espalda, nos comprometemos a tomarnos unas cañas mañana. El caudal del Preciados nos absorbe y nos despoja de toda identidad. La luz de la sobremesa me hace pensar en la primavera. Y pienso también, entonces y ahora, mientras escucho a Sabina y su Frente marchita, que me gusta estar sola y que no ha aparecido nadie todavía que haya hecho temblar durante mucho tiempo esa opinión.

Otra película que quiero ver es la primera dirigida por George Clooney, "Buenas noches y buena suerte" . Eso es lo que os deseo.

Soldados de Salamina

Soldados de Salamina

El lunes tuve un mal día, uno de esos en que, no importa de lo que te hablen, tú eres capaz de relacionarlo con la bomba nuclear o la posibilidad de morir quemado vivo. Un cúmulo de catastróficas desdichas (algunas previas; otras surgidas espontáneamente durante la jornada) se cruzaron en mi camino para destrozarme el ánimo con la crueldad de las tijeras infantiles cuando se ponen a cortar papel... pero sobreviví. Y acabé en casa, más o menos a las diez y media de la noche, con una bolsa del Kentucky Fried Chicken y el efecto balsámico de una charla con D durante un paseo hacia el metro de Banco de España con recorrido por Montera incluido.

No se puede hacer nada cuando todo se ve negro, si acaso llorar, comer pollo frito y ver la televisión. Cualquiera de estas tres cosas, de manera insospechada, puede redimirte del sufrimiento y levantarte el ánimo. Esta vez la tele y Cayetana Guillén Cuervo, ese ser inefable, me salvaron de derramar unas lagrimitas. Habían cambiado Versión Española al lunes. En el plató, David Trueba, Javier Cercas y Ramón Fontseré presentaban la inmediata emisión de Soldados de Salamina.

(...)

Miércoles. El significado trascendental de Soldados de Salamina, casi 48 horas después de haberla visualizado, ya no me parece tan reseñable. Son las doce menos veinte de la mañana y me ha despertado la casera para decirme por teléfono que, como es principio de año, toca subir el alquiler. Dos opciones: matarla o aceptar en silencio el aumento del 3’8% que me impone... difícil decisión. Ahogo el deseo de optar por la primera alternativa con el café con leche y la charla con mi madre, quien al preguntarme por mi "talante" recibe una respuesta contundente a la par que falta de posibles lecturas entre líneas: "Todo mal".

"¿Todo mal?" Sí, sin duda. Ayer por la noche acabamos en el Mareas. Palo, Sprima, Naoko, ¿p? y yo, delante de un plato de alitas fritas y un par de bocadillos. Era como siempre -Naoko volvía a tener un abrigo nuevo- y al mismo tiempo no se parecía en nada. ¿p? empezó a contar las mil y una tribulaciones sufridas por la tienda y por ella misma durante la mítica venta de entradas para el concierto de U2. Estaba sentada a mi lado, llevaba un suéter negro de cuello alto, y el día anterior, temeraria, delante del espejo se había cortado ella misma el flequillo. ¿p? es graciosa. Me gusta. Cuando cuenta las cosas, a veces, abre y cierra los ojos con rotundidad, cambia con frecuencia de expresión, actúa. Ayer no fue una excepción. Sólo falló algo en mí. De repente la escuchaba muy lejos, a ella y a las risas de las demás. Abandoné la conversación como si alguien hubiera cogido mi cerebro con las dos manos y lo hubiera colocado en la cesta de un globo aerostático en proceso de despegue. uhhhhhhhhhhhhh... ¡Fuera! Fuera de sitio.

En Soldados de Salamina, Lola Cercas es una escritora que no escribe. Me gustó la película (y supongo que también me gustaría la novela) porque defiende la importancia de la realidad que envuelve al escritor, de su valor e influencia en las historias que el autor recrea. Mi realidad se esconde aquí todos los días. Avanza y se perpetua gracias a la tipografía Arial, y ya no me dice demasiadas cosas.

El día de la marmota

El día de la marmota Gran película. Son las cuatro y cinco de la madrugada, así que seré breve porque me quiero ir a dormir y tengo la sensación de estar escribiendo como si hablara bajito.

En Atrapado en el tiempo, Bill Murray es un meteorólogo algo quemadillo al que envían a una recóndita localidad de la América profunda para cubrir El Día de la Marmota; gran momento del año en el que los lugareños, dependiendo del grado de atontamiento del animal, deciden si la primavera se adelantará o no. Ante semejante misión, Murray se muestra bastante descontento y lo paga con los que le rodean. Así que, como castigo por su mal "talante", los dioses deciden condenarlo a repetir una y otra vez El Día de la Marmota hasta que haga las cosas bien.

Tengo la sensación de que me hallo en una situación similar. Pequeño friki me acaba de dejar en casa. Esta vez ya me ha acompañado hasta el portal. Ibamos en el taxi cogidos de la mano camino de la Plaza Felipe II, donde dividimos nuestros caminos -donde el otro día, de hecho, nos separamos con un correcto "Hasta mañana"- y le he dicho que yo no me bajaba, hacía frío y prefería continuar en coche. Entonces él no se ha bajado tampoco y ha insistido en acompañarme. No me he podido negar, pero me he sumido en el silencio. ¿Acompañarme para qué? Obviamente para nada. Nos hemos despedido en el portal. Me ha dado un beso en la frente, un abrazo y se ha ido. Por supuesto no le he sugerido que entrara.

Esto lo he vivido antes. Me he despertado con la misma canción. Hemos vuelto a empezar.

***

¿Votito?

Al final de la escalera

Al final de la escalera Alguien, no sé quién, ha escrito recientemente que Al final de la escalera (1979) es una de las mejores películas de terror de todos los tiempos. El comentario surge de la nada durante un sábado, en una cena en mi casa con mis compañeros de trabajo, entre chupito y chupito de tequila.

A la semana siguiente, Vitu compra el DVD y me invita a su buhardilla un miércoles por la tarde para que lo visionemos juntos. Nunca antes había ido a verle pero no me pierdo. Resulta que vive en la calle de El Argentino, el local al que acudo con S cada vez que cenamos en Nagoya. El edificio de Vitu, en proceso de restauración como medio Madrid, me estremece. Está envuelto en andamios y, en cuanto traspaso la entrada del portal, una finísima película de polvo cubre mi cuerpo. No hay ascensor. Subo por la escalera de madera y noto como crujen los peldaños bajo mis pies. En el segundo piso la voz de Vituperio me guía hacia un pasillo de no más de metro y medio de altura. Le distingo asomado a la última puerta mientras avanzo encogida hacia su llamada.

La buhardilla, rectangular, tiene 28 metros cuadrados, dos ventanas interiores y un tragaluz sellado, del que Vitu ha colgado una bolita plateada como las de las discotecas para multiplicar la luz. Todos los muebles son de Ikea y el suelo es de parqué. En el ordenador portátil hay un CD de música clásica que quitamos para dar comienzo a la sesión después de hablar de Pequeño friki y abrir un par de cervezas. Pequeño friki no soporta el cine de terror. Cuando era pequeño hizo la güija en un parque y les visitó un espíritu que escribió "hu, hu, hu" saltando por el tablero de letra en letra. Desde entonces Pequeño friki duerme tapado hasta la cabeza cada vez que tiene que ver una peli de miedo.

Al final de la escalera tiene algo de telefilm y, más que asustarme, me trae recuerdos del cine de otros tiempos en los que, por ejemplo, las referencias y el recurso constante al cine japonés eran impensables. George C. Scott sobreactua y los "sustos", al lado de Vitu, riéndonos cada dos segundos, no logran su efecto. A pesar de todo me gusta verla y con frecuencia me tapo los ojos con un almohadón.

La conversación pospelícula gira alrededor de los títulos que, en su momento, más miedo nos dieron: El resplandor y La semilla del diablo ganan por goleada. A las once me despido de Vitu y a las once y media me descubro en mi casa con la televisión encendida y la reposición de Aquí no hay quien viva campando a sus anchas por mi diminuto comedor.

Descrito así, parece un día triste. Horror.

***

¿Un votito?

La extraña influencia de Los Goonies

La extraña influencia de Los Goonies Nada podía hacer prever a Richard Donner, director, y a Steven Spielberg, en este caso guionista, que su película Los Goonies (1985) se iba a convertir veinte años después de su estreno en el telón de fondo ideal para que el tímido y apocado Pequeño friki se atreviera por fin, en el transcurso de una calurosa noche de sábado, a tocarme una teta (la izquierda, concretamente). Pero fue así, y no pudimos hacer nada por evitarlo. Sin embargo, antes de que semejante acontecimiento adoptara la consistencia pastosa de la realidad y horas después se convirtiera en la principal de mis tribulaciones, compartimos una casta noche de pizzas y cintas de vídeo en el apartamento de A, un bajo de Lavapiés próximo a la Filmoteca.

Vimos primero Golpe en la Pequeña China (1987), que no provocó en Pequeño friki más que la iniciativa adolescente de pasarme el brazo por la espalda y acariciarme ocasionalmente los hombros mientras repetía en voz alta los diálogos de Kurt Russell y Kim Catrall, aprendidos a fuerza de visionar la cinta aproximadamente cien veces. Por lo que a mí respecta, respondí devolviéndole con discreción las caricias.

A Golpe en la Pequeña China le siguió Requiem por un sueño (2000); y Pequeño friki, aunque reconoció a posteriori que se trataba de una quasi obra maestra, permaneció medio dormido durante la hora y media larga que duró la película. Eso sí, sentado a mi lado en el sofá rojo y tocándome con la excusa de servirme de almohada humana... uhmmmm...

Por último pusimos Los Goonies y Pequeño friki retomó con ímpetu la sesión de caricias, aventurándose por lugares poco transitados: mi ombligo, mi clavícula, mi esternón... ¡¡¡Mi teta izquierda!!! Quién sabe qué influencia ejerció sobre él el pequeño Sean Astin, ajeno en su época Goonie a su futura transformación en hobbit, para que Pequeño friki osara profanar mi anatomía arriesgándose a ser visto por A, su gata en celo y un par de compañeras de trabajo medio inconscientes dada la hora y la sobredosis cinematográfica. En fin...

El caso es que hasta ayer Los Goonies me traía recuerdos familiares de adolescencia: imágenes de domingos por la tarde en que la peli aparecía por sorpresa programada por algún canal privado y nos enganchaba a mis hermanos y a mí, que acabábamos llorando con la música de Cindy Lauper, convencidos de la bondad intrínseca del mundo en general. Ahora ya no: de repente Goonies equivale a lascivia torpe y remordimiento de conciencia. Esto no se arregla.

***

Un votito bonito.

La guerra de los mundos

La guerra de los mundos Hace algunos años, en la universidad, hice un trabajo sobre el cine de Spielberg; hace un par de meses, durante mis vacaciones en Valencia, leí "La guerra de los mundos", de HG Wells; la semana pasada, en un cine de la calle Goya, vi la película de Tom Cruise. La peli no engaña a nadie, salvo por el hecho de parecerse bastante, bastante poco a la obra en la que se inspira, y aunque previsible, no deja de ser entretenida y eficaz.

En esta historia de ciencia ficción donde la Tierra es invadida por los marcianos, los extraterrestres dejan a su paso una frondosa e inquietante maraña de hierba roja. Me gusta el uso de los colores en el cine y, sobre todo, en la Literatura, porque es curioso su efecto al ser pronunciados y no vistos... tal vez mayor que, cuando con toda su rotundidad, aparecen delante de nosotros en los cuadros y las fotografías.

En la librería conviven a día de hoy cuatro ediciones de la novela de Wells, tres de bolsillo y una de formato normal prologada por Fernando Savater, ese hombre que sirve igual para un roto que para un descosido. A diario me cruzo con el título por las estanterías y los expositores. El libro de Alianza tiene la portada violeta, es mi favorito...

Después de los acontecimientos de esta semana, me reafirmo en la idea ya esbozada en un post anterior sobre la posibilidad de sentirnos como extraños en nuestro propio planeta. Estoy nerviosa. Escribo esto mientras hago tiempo... está mal que lo diga, pero es verdad... todo lo que estoy diciendo -escribiendo- no es sino una especie de estrategia personal para eludir lo que me está rondando por la cabeza sacándome de quicio... así que, por esa regla de tres, todo lo que estoy escribiendo me importa un bledo, es una tapadera, y no tiene otro valor que lo que oculta; es sólo una cortina de letras que no dice la verdad.

Suficiente paranoia por hoy. Mañana sigo.

¿Un votito?

Primer... ¡Ni se os ocurra!

Primer... ¡Ni se os ocurra! Domingo por la tarde, 38 grados, el día más caluroso de la semana en Madrid; también primer domingo de mes y, por lo tanto, día de comercios abiertos. Cuando salgo a las dos en dirección a casa de Teresa y Tino, hago una parada en el Champion donde me toca hacer cola para pagar una botella de Marqués de Cáceres.

Cojo el metro en Goya, línea 4, y me bajo en Avda. de La Paz. T me está esperando. No conozco el barrio, que se extiende al margen de la M30, pero no me disgusta. La casa es grande y tiene los techos bajos. Comemos Fideuà y Apple Strudel con helado de vainilla (una combinación valenciano-alemana que refleja el origen de la pareja). Nos bebemos el vino. Termina de achisparnos el calor y la voz de Antonio Lobato retrasmitiendo incansable la Formula 1.

Tarde de domingo. Tino decide no hacer nada y se tumba en el sofá; nosotras elegimos una película que empieza a las 17.35 en los Renoir Pza. de España: "Primer" (os enlazo a la excelente crítica de Tònia Pallejà), merecedora del Gran Premio del Jurado en último festival de Sundance. Gran error.

Escrita, dirigida, montada, producida, "fotografiada", "musicada" y protagonizada por un tal Shane Carruth, ex matemático y ex cuerdo, se presenta al público en los avances y el texto que facilita el cine a los espectadores con la siguiente premisa: "¿Qué es lo que querrías si pudieses tener cualquier cosa?"... ¡¡¡PRIMERA TROLA!!! La peli no va de lámparas de Aladino, sino de máquinas del tiempo; en concreto, una que se inventan dos informáticos metidos a inventores de garaje, muy parecida a un tetrabrik gigante.

Superada la reflexión más que manida sobre la posibilidad de cambiar el futuro alterando el pasado o la existencia simultánea de distintos planos temporales, "Primer" no aporta nada. Aturulla al espectador y carece de explicación lógica alguna... si acaso, nos deja una moraleja: si te inventas una máquina del tiempo, mejor no la utilices mucho no sea cosa que la pifies.

En fin... junto con "Abre los ojos", ese libro abierto de la cinematografía, lo peor que he visto en muchos muchos años. Aunque hay otra opción: que yo sea tonta. En ese caso, cualquier explicación será muy de agradecer. Espero ansiosa.

Aquí no paga nadie

Aquí no paga nadie Sábado, ocho de la tarde. Después de pasar meses enganchada a "Hospital Central" por obra y gracia de Vilches, por fin le veo actuar en directo gracias a la generosidad de S, que me sorprende con entradas para "Aquí no paga nadie", hasta el 29 de mayo en cartel.

El teatro Infanta Isabel (C/ Barquillo, 24) no se llena. En el escenario, interpretando un texto del Nobel Darío Fo, que no me cae bien, comparten cartel con Jordi Rebellón Silvia Marsó y Ángel Pardo (el enfermero de "Hospital"); ella mediocre; Pardo salva la obra.

No nos aburrimos. Vale la pena ver el montaje porque tiene una escenografía excepcional. Cuando salimos, en el corazón de Chueca, ese lugar, buscamos un restaurante y acabamos en Momo(C/ Augusto Figueroa, 41), un local con cristalitos de colores en la entrada , donde en apenas 15 minutos nos dan una mesa y cenamos fenomenal, de menú, por 14 euros cada una. Invito a S a cenar.

Al día siguiente trabajo, así que me retiro pronto, sólo una copa en La Galería; allí encontramos al dueño pendiente de los últimos segundos del partido del Madrid, que pierde la liga mientras la camarera nos prepara un beefeater con limón natural y Fanta. Le cuento a S que el viernes atendí a Mauri-Luis Merlo en la librería. Estuvimos hablando de relatos y se llevó varios títulos; tantos que recurrió a las cestas de plástico tipo Champion, que ponemos a disposición de los clientes, para poder cargarlos hasta la caja. Me cayó bien.

Hoy Eloy Azorín se acercó al punto de información para preguntarme por la última obra de Sándor Márai. Delgadísimo, llevaba bastón y una levita negra; el pelo rubio peinado de punta y una general y acentuada palidez. Parecía salido de un texto de Wilde o del propio Màrai. Le guié hasta "La mujer justa" y sólo cuando se marchó caí en la cuenta de que acaba de publicarse "Confesiones de un burgués". Tal vez vuelva.

Charada

Charada Técnicamente ya es lunes y, sí, escribo desde mi "minivivienda" y no desde la oficina porque soy un As y después de 48 horas de tacos, desesperación y ojos como tomates, he aniquilado (al menos temporalmente) al gusano, virus, troyano o lo que quiera que sea el bicho que parasita en mi portátil. Son cerca de las doce y media de la madrugada y en la tele están anunciando nuevos capítulos de CSI Las Vegas por enésima vez... llevan semanas anunciándolos...

El PNV ha vencido, pero ha perdido escaños con respecto a la legislatura anterior; el PSOE los ha ganado y el Partido Comunista de las Tierras Vascas ha conseguido nueve, nada más y nada menos. Intento concentrarme en la cuestión para alcanzar alguna conclusión de provecho, pero la proximidad del Cónclave me perturba y se cruza por mi pensamiento reclamando mi dispersísimo interés... TODOS podemos ser Papas... todos menos, al parecer, el pobre Madariaga, que ha hecho unas inoportunas declaraciones cuando tácitamente ya se había impuesto el silencio entre los cardenales. Pobrecillo, qué desilusión.

Y entre tanta cuestión de peso, esta tarde, en Tele Madrid han puesto "Charada" un par de horas antes de que Germán Yanke, ese ser del que ya hablaremos, hiciera su aparición para informar de la última hora en el País Vasco. Por fin la he visto entera, ¡y he descubierto cómo acaba!. La película de Stanley Donen, con Cary Grant, Audrey Hepburn (pareja con poca química) y Walter Matthau, no es demasiado buena, pero tiene esa pátina extraña que sólo cubre a las pelis americanas popularmente denominadas "de antes".

Así he pasado la tarde del domingo: en la butaca a cuadros, acurrucada y tapada con el batín azul, que me compró mi madre cuando estaba en 4º de EGB y, como diría ella, todavía "me hace papel" ahora que acabo de cumplir los 27 años. Que nadie se lleve a engaño, no soy una persona sucia, sin embargo por una extraña cuestión de "principios", desde que el batín se convirtió en mi responsabilidad, dejé de lavarlo y lo convertí en una especie de "manta" cargada de significados propios de telefilm... lo quiero más... ¿Se nota que estoy nerviosa por la inconexión de mis refelxiones? Puede ser, no digo que no... pero es que HE PASADO EL PROCESO DE SELECCIÓN y a partir del martes me incorporó a un trabajo nuevo.

Adios a E.

Estoy leyendo "La mujer justa".

Contra la pared

Las historias de amor están llenas de cagadas. Parece que cuanto más se quieren dos personas más probabilidades hay de que una se convierta en la causa de la desgracia de la otra aunque, paradójicamente, semejante despropósito sólo contribuya a que el lazo entre las dos se estreche aún más.

Esta tarde, en los Alphaville, he visto con S "Contra la pared". Sé que recordaré los ojos perfilados de negro de Sibel y la dureza de las imágenes, la visión del amor como producto y abono de la mierda.

Me duele la cabeza. He escrito un artículo larguísimo sobre la película y al ir a publicarlo el ordenador ha fallado y he perdido el texto... me duele la cabeza todo el día...