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No me llames

El secreto

V Visualización del asesino

Y dijo Vituperio:

"Pequeña Vq, por lo que más quieras, deja de bailar".

Y Pequeña Vq dejó de bailar para prestar atención al más audaz de sus compañeros. La tonadilla de Albert cesó y Piobaroja abandonó su importante discusión con Cain, repentinamente consciente de que asuntos de una importancia mayor le reclamaban.

- Repetiré la premisa base: ¿Quién ha podido matar a Asturman y a Jefa y, sobre todo, por que lo ha hecho? ¿Alguna sugerencia? ¿alguna idea que nos conduzca hacia la luz?

Perplejos y reflexivos, todos se concentraron en el rostro expectante de Vituperio... todos menos uno, bueno, todos menos tres, porque PF mantenía la mirada perdida en la pantalla de televisión, donde un canal por cable retransmitía un partido de repesca de la liga de fútbol senegalesa; y Caín y Piobaroja, aprovechando sus amplios conocimientos de comunicación no verbal, no tardaron en reanudar su debate paralelo acerca de la posibilidad de colocar o no siete roles en media hora.

- ¡Un momento! - Exclamó Albert por fin.- Compartiré con vosotros algo inquietante que me sucedió ayer, cuando volví a la planta a recoger mi solicitud de seguro médico. Era ya tarde y no quedaba nadie por allí, habían desaparecido incluso los de seguridad. Al entrar, me di cuenta de que el despacho de Jefa estaba abierto, pero ni me acerqué. Fui directo al punto de información en busca del sobre de Sanitas y entonces, al volver sobre mis pasos, fue cuando lo vi.

- ¿A quién? - Preguntó ¿p? curiosa.

- Ya me gustaría saberlo, moza. -Dijo Albert encogiéndose de hombros.- La pena es que ayer se me olvidaran las gafas en casa.- Extrañado por la presencia de otra persona en la planta... para mí era un bulto nada más... llevaba chaleco, eso sí, y lo que debía ser un libro bastante pesado bajo el brazo... pues eso, ante la presencia inesperada, pensando que seriais uno de vosotros, le dije "¡Eh! ¡Chao Chao!", pero no hubo respuesta. Quienquiera que fuese siguió sin hacerme ni caso en dirección al despacho de Jefa.

- Y tú, ¿qué hiciste? -Inquirió Vituperio muy sagaz.

- Pues yo, intrigado, le seguí y, como la puerta de Jefa estaba abierta, no me quedó más remedio que escuchar la conversación, que no fue mucha, porque Jefa, anticipándose con su inteligencia claramente superior a la inquietud de nuestro misterioso compañero, se adelantó a su pregunta y le dio una respuesta sin dejarle hablar. "No insistas por favor, no vas a ser Vq. Alguien se lo merecía más. A lo mejor a la próxima... ¡Ay, Ay, Ay!". Y como no soy un cotilla y ya me estaba aburriendo, les dejé a lo suyo y me fui a casa.

Llegados a este punto de la declaración, los rostros de los demás componentes del grupo se habían vuelto de cera. Todos habían comprendido que Albert, no sólo había visualizado al asesino, sino que además había escuchado el asesinato. Por si fuera poco, concluyó Vituperio, quién lo hizo debía conocer a Albert y saber que este no podía identificarle, al no tener sus gafas...

- El asesino está entre nosotros. -Murmuró Naoko con ojos de fumada.

- Sí, y quiere ser Vq, como yo. -Completó Caín.- Quiere quitarme el puesto.

IV La cumbre del Mareas

Enfrentarse a los ojos sin vida de Asturman dejó a Caín, tan sólo por un instante, sin capacidad de reacción. En cuanto recuperó el aliento, bajó corriendo -batiendo un récord mundial no registrado- los seis tramos de escalera que le separaban de la cuarta planta, donde se encontraban la librería y la oficina de la desventurada jefa, y alertó a la policía de que arriba había un muerto. Ante aviso semejante, el equipo de investigadores se olvidó del primer cadáver y salió veloz en dirección al almacén para buscar nuevas pistas en el cuerpo del joven reponedor.

Con la sensación del deber cumplido tras haber informado a las Fuerzas de Seguridad del Estado, Caín envío el siguiente sms a sus compañeros más espabilados:

"ASTURMAN TB HA SIDO ASSINADO. AYUDADM A DSCUBRIR AL CABRON Q LO HA HECHO. ESTAR EN L MAREAS DNTRO DE 1/2 H. HE COLOCADO 7 ROLS"

Naoko y Piobaroja tardaron cuarenta y cinco minutos en descifrar el mensaje de Caín y, una vez conseguido el objetivo, lo que más les llamó la atención fue que hubiera sido capaz de colocar siete roles, compuestos de doce cajas de libros cada uno, con el poco tiempo que había permanecido en la librería.

- No puede ser... -Susurró fascinado Piobaroja.- Es una máquina...

Con su inteligencia claramente superior y la calculadora del móvil de Naoko como único recurso, perdieron un buen rato calculando la media de ejemplares colocados por segundo. Afortunadamente, llegó un momento en que por fin se cansaron de hacer reglas de tres y, al darse cuenta de que llegaban tarde a la cita con Caín, salieron escopetados hacia el Mareas Vivas, un bar próximo a la plaza de Santo Domingo donde solían reunirse al terminar la jornada para tomar unas cañas y hablar de trabajo.

Cuando llegaron, junto a la barra distinguieron a Caín. Con él estaban ¿p?, Albert, Eli, Vituperio, Pf, Harryestaquí y Pequeña Vq, a quien todos llamaban así porque sabían que llegaría a ser una gran Vq algún día.

- Llegáis tarde. -Subrayó Caín sin rastro de malicia en sus palabras.
- Eso no importa ahora. -Se excusó Piobaroja con la determinación propia de un líder. -Vamos al grano. ¿Cómo es posible que hayas colocado siete roles? Es mentira.
- Es verdad.
- Es mentira.
- Es verdad.

Fuera de la conversación, con la cuarta caña en la mano, Albert, que era de Jaca, se puso a tararear una jota aragonesa y Pequeña Vq, encantada con la músiquita, empezó a dar vueltas sobre sí misma, emulando quién sabe qué baile regional.

- Chicos, chicos... -Intervino Vituperio tratando de reconducir la conversación.- Asturman y Jefa han muerto. Creo que deberíamos hablarlo.

Todos estuvieron de acuerdo. Empezaron a profundizar en el tema y alcanzaron interesantes conclusiones.

III Caín y Las Crónicas de Narnia

Treinta milésimas de segundo después de que Naoko empezase a liar el primer porro tirada en la cama de Piobaroja, con un paquete de galletas Príncipe a un lado y una bolsa de patatas al otro, Caín, aún en la librería, recordó que se había dejado su suéter en el almacén y decidió subir a buscarlo antes de marcharse a casa.

El almacén, en la séptima planta del edificio, no tenía calefacción, parecía una nevera; una habitación de techo alto, cruzada de un extremo a otro por un ejército de estanterías metálicas, grises, con un pasillo relativamente estrecho en el centro para que los empleados pasaran con sus carros y cargaran o dejaran la mercancia: libros. El almacén estaba repleto de libros. Las estanterías más cercanas a la puerta servían para guardar las ediciones de bolsillo; a continuación, las novelas de formato normal y, por último, los libros infantiles. El trabajo de mantener en orden aquel templo secreto del saber corría a cargo de los reponedores, que se pasaban las mañanas bajando y subiendo cajas con títulos necesarios o sobrantes en la tienda.

En cuanto Caín abandonó el lugar donde se había cometido el asesinato e inició su recorrido por los pasillos interiores de la librería, el silencio y la luz de la calle, que se filtraba por las ventanas rectangulares abiertas en los rellanos de las escaleras, le hicieron olvidar el jaleo provocado por el hallazgo del cadáver y la llegada de la policia. Subiendo a la séptima, Caín volvió a sentir que navegaba con calma por las horas de un día corriente. Y es que el acontecimiento extraordinario, cual bombilla de bajo consumo, no había alcanzado a iluminar más allá de la escena del crimen. ¿O sí? Muy pronto lo descubriría.

Tardó menos de 45 segundos en llegar a su destino. Su forma física era excelente y la ponía a prueba cada día, desafiándose a sí mismo a la hora de colocar la mercancía y desplazarse por la tienda. De manera que cuando abrió la puerta de doble hoja del almacén jadeaba un poco, imperceptiblemente, pero estaba satisfecho.

- ¿Hola? -Preguntó gritando para imponerse a la sintonía de Kiss FM.- ¿Hay alguien?

Al no recibir respuesta, Caín pensó que el último en pasar por allí se había dejado la radio encendida. Visualizó su suéter dentro de una caja vacía, cercana al primer bloque de estanterías, y lo cogió. De repente, acuclillado junto a la caja, le recorrió el cuerpo un escalofrío y tuvo ganas de marcharse.

- ¿Hola? -Volvió a repetir con un ligero temblor en la voz. -Aquí no hay nadie...

Un par de zancadas y ya estaba otra vez en la puerta. En el suelo, premonitoria, Kiss FM seguía en marcha. Empezaba "Si te vas", de Coti: Si te vas, se me va a hacer muy tarde... li lo li, li lo li li lo lilo. ¿Qué estaba pasando allí? El sexto sentido de Caín le decía que algo no iba bien. Antes que ver el sol... li li lo li li loli. Alerta, en guardia como un felino, se agachó para apagar la radio y entonces lo vio, estaba al final del pasillo, al fondo del almacén. Había un ejemplar de Narnia en el suelo, desafiándolo con los destellos de su cubierta en tonos rojos.

Caín se acercó con cautela. Un paso, después otro, la música no dejaba de sonar. Cuando llegó a la altura del libro lo recogió con rapidez y entonces, al girarse a su izquierda para devolverlo a la estantería, se quedó sin aliento. Los estantes estaban desiertos, todas las Crónicas de Narnia, más de doscientos volúmenes de cada uno de los siete episodios, estaban en el suelo formando una montaña de, aproximadamente, unos cuatro metros. Aquello no era casual.

Sin saber muy bien por qué, empezó a apartar los libros con las manos, rápido. Se temía lo peor y no se equivocaba. Sepultado por la avalancha de libros, con una expresión de terror petrificada en sus ojos vidriosos, encontró a uno de los reponedores. Era Asturman y estaba muerto.

II Naoko Chan y la ausencia de gravedad

Naoko Chan no era el nombre de Naoko Chan, pero a ella le gustaba que la llamaran así y, aunque lejos de haber nacido en China, éra oriunda de Getafe, sentía una extraña pasión por todo lo relacionado con lo oriental, desde los palillos para comer el arroz a la tecnología taiwanesa, pasando por las novelas de Kawabata y Murakami, los pai-pais, los rollitos primavera y el Chino Cudeiro, que había vuelto a su vida gracias a la reposición de Humor Amarillo en el canal 4.

Naoko Chan vivía sola en Lavapiés y disfrutaba paseando con su mp3 por las calles de Madrid a cualquier hora. Una vez leyó que una persona no se podía considerar adulta hasta que no tenía un ser vivo a su cargo. Al día siguiente, domingo, se fue al rastro y compró tres cactus Pata de Elefante para cuidarlos y adornar con ellos el alfeizar de la ventana de la cocina. Estupendo, ya era adulta y sólo le había costado 12 euros. Un par de semanas más tarde el viento abrió la ventana de golpe y los cactus murieron al estrellarse contra el suelo. Naoko Chan se preguntó entonces qué demonios debía significar eso y, al no encontrar una respuesta que la convenciera, metió un vaso de leche en el microondas y se preparó un Cola Cao con magdalenas.

Así era Naoko Chan, que acababa de cumplir 25 años la mañana en que descubrió el cadáver de la Jefa de Departamento sin Piobaroja cerca, para acudir raudo junto a ella al escuchar su grito desgarrador y ayudarla a salir del estado de Shock... no, Piobaroja no estaba. Recordemos: Piobaroja, para variar, se había dormido.

En su lugar, fue Caín el encargado de socorrer a Naoko; el único de la plantilla de la librería, integrada por más de 25 empleados, que respondió a su tribal llamada de auxilio.

Caín era raro: Rubio, con raya al medio, de ojos azules y piel muy pálida. Cierto es que ninguno de los rasgos mencionados justificaban la rareza de semajante ser pero, saltaba a la vista, había algo extraño en él. Una vez, en la sala de descanso, mientras se bebía una Coca Cola, coincidió con Naoko y, en medio de una charla intrascendente, le confesó que su máxima aspiración era "tender al conocimiento". Tal revelación provocó en Naoko un conato de atragantamiento que Caín resolvió con premura, saltando sobre ella y golpeando con firmeza su esternón para ayudarla a expulsar el trozo de sandwich vegetal que se le había quedado atascado en la garganta. Le salvó la vida. A Caín le gustaban los cómics y hacía lo posible por actuar como un superhéroe.

Sin embargo, aquella mañana fatídica, Naoko se preguntó en voz alta, ya con Piobaroja a su lado, si lejos de ser "el bueno de la película", no sería el malo malísimo de la acción; el asesino despiadado de la Jefa.

- ¿Por qué piensas eso? Al fin y al cabo se ha portado bien contigo. Es buen chaval. -Masculló Piobaroja dubitativo.
- Sí, pero no pareció sorprenderse lo más mínimo al ver el cuerpo y esa Biblia del Peregrino...
- ¿Lo dices porque trabaja en Ciencias Humanas?
- Exacto... Si la hubieras matado tú, que trabajas en cómic, probablemente hubieras ultilizado Blankets o V de vendeta. Si la hubiera matado yo, que estoy en Literatura, lo más seguro es que hubiera elegido El Quijote. Pero una Biblia... sólo a alguien que trabaje en Religiones se le ocurriría... ¿No?
- También podría ocurrírsele a un fanático religioso o a un tío con una Biblia en su casa... vamos, digo yo. Además, ¿por qué iba querer Caín matar a la Jefa?

"¿Por qué?". Aquella pregunta golpeaba las paredes de sus cráneos igual que un badajo una campana.

La policía no tardó mucho en informarles de que la librería, por el momento, permanecería cerrada; circunstancia que Piobaroja aprovechó para invitar a Naoko a su casa con la intención de elaborar una lista de sospechosos y, de paso, fumarse un par de porros.

Dicho y hecho. A Naoko le gustaba encerrarse en la habitación de Piobaroja para charlar con un par de vasos de wisky en la mesa del ordenador, buena música y costo suficiente como para crear el efecto submarino. La última vez que habían hecho eso, habían imaginado cómo sería el mundo sin gravedad. "Ausencia de gravedad total", esa era la expresión con que lo habían definido.

EL SECRETO
Novela policiaca por entregas dedicada a Dan Brown

I Apocalipsis

El reloj de la Puerta del Sol marcaba las nueve de la mañana, pero Piobaroja no lo vio; no se encontraba en su trayecto de casa al trabajo, desde la Plaza de Chueca a Callao, siempre tarde.

Aquel día no fue una excepción: recorrió a zancadas somnolientas las callejuelas todavía medio dormidas del barrio gay en el que, tan solo un par de meses antes, había alquilado un piso en un edificio de apariencia postbélica con un antiguo amigo del instituto, y salió a la Gran Vía con las manos en los bolsillos de su tabardo marrón. La gorra puesta, la bufanda rozándole la perilla.

Piobaroja era joven, 27 años, y tenía esa clase de encanto hollywoodense que gusta a las mujeres a la primera de cambio. Él lo sabía. Lo sabía cuando iniciaba conversaciones intrascendentes con las clientas de la librería y lo sabía ahora, mientras cruzaba en rojo pensando en la bronca que le iba a caer por retrasarse veinte minutos. Se trataba de un galán en toda regla.

Por fin Callao, se dijo algo más relajado para pensar a continuación que efectivamente lo era: era un Don Juan. Sonrió para sí. Piobaroja era listo. Leía, como buen librero, y sabía que su atractivo cinematográfico le permitía jugar con ventaja. Se excusaría delante de su jefa y ella aceptaría sus disculpas. Además, treinta segundos antes de salir de casa le había enviado un mensaje a Naoko para que fuera pensándole una coartada. Su compañera y mejor amiga, aficionada a las novelas de misterio japonesas, no le defraudaría. Lo único que tenía que hacer era conseguir hablar con ella antes de enfrentarse a la autoridad; cosa que nunca llegaría a ocurrir porque, el pobre Piobaroja lo ignoraba entonces (como tantas otras cosas), la autoridad estaba muerta.

Y es que, mientras Piobaroja cruzaba temerariamente los semáforos del centro de la ciudad, Naoko Chan había encontrado a la Jefa de Departamento muerta en su oficina con una Biblia abierta sobre su cabeza. La habían matado a golpes, las puntas de la edición especial de la Biblia del Peregrino estaban ensangrentadas; el cuerpo de la mujer yacía inerte en el suelo del pequeño despacho, con las extremidades extendidas y el rostro oculto por el libro abierto, de cuya protección escapaban los cabellos negros y largos del cadáver, lacios sobre las baldosas blancas, como tentáculos. Por la ventana minúscula y sin cortinas, junto al ordenador, se filtraba una luz blanquecina, de invierno, y el protector de pantalla repetía una y otra vez la misma frase:

En el principio, creo Dios los cielos y la tierra.
(Génesis, 1,1)

Ante semejante visión Naoko gritó. Afortunadamente la tienda aún no estaba abierta. La policía llegó rápidamente. Piobaroja se cruzó en la entrada con dos agentes y un coche con sirena. Se asustó.

Cuando llegó a su planta alguien le había dado a Naoko una tila y ella pudo contarle con tranquilidad lo que había ocurrido:

- La han matado. Ha debido llegar temprano y alguien la ha matado.
- O tal vez la mataron ayer... –Barruntó Piobaroja con la mirada perdida en el mar de libros que los rodeaba.
- O tal vez la mataron ayer. –Corroboró ella.- Eso significaría que, no es que haya llegado pronto, sino que no llegó a marcharse.
- Sí, pero quién...
- Sí, ¿quién?
- Ha podido ser cualquiera... pero, ¿por qué?
- ¿Por qué?

Naoko le contó entonces que en el protector de pantalla del despacho se repetía una y otra vez el primer versículo del Génesis. Tal vez eso significara algo.

- Deberíamos averiguarlo.
- Vale. –Aceptó ella con el extraño presentimiento de que era el Apocalipsis lo que acababa de empezar.