Blogia
No me llames

Viviendo en Madrid

Me voy

Once de la mañana. Me despierto con un café del Starbucks y un cigarro después de una noche larga en casa de B, cantando a voz en grito los temas del Singstar, como si nos fuera la vida en ello, entre copas de Cacique y mucho humo; con el primo Paco.

Resaca.

Vuelve a ser domingo en Madrid. Está nublado y casi no entra gente en la librería. Desde el ordenador de la planta baja escribo en el blog. Me digo a mí misma: ME VOY. Está decidido, y al pronunciar esa afirmación tan simple el cielo gris, corriente, del montón, adquiere un tinte a día del juicio final que me provoca un escalofrío.

Me escapo a otra ciudad, a empezar de cero... a huir.

Han pasado cosas. ¿p? y yo hemos hablado mucho. La tarde en que llegué a la librería y Silvi me recibió encasillándome "sin malicia" en el perfil de niña repollo queda ya muy lejos y adquiere para mí, al observarla con perspectiva, la categoría de principio de nuestra historia; una historia que ahora va a seguir sin mí porque me salgo del camino y, para abrir una puerta, con una pena que me exprime por dentro, cierro otra.

Algún día me haré mayor, pero no será hoy. Cada vez estoy más convencida de que, paradójicamente, quien decide crecer es el que se queda; el que se atreve a meterse en el agua hasta el cuello y no sale corriendo cuando le salpican las olas pequeñitas que alcanzan la orilla... durante estas noches de insomnio, previas a la decisión, he querido quedarme, no irme de la playa nada más que con la última luz, aunque en mi fuero interno sabía desde el instante en que recibí "La llamada de Svern" que me marcharía.

Pienso en mis amigos y en las renuncias mudas que se vienen conmigo; en todo lo que no se volverá a repetir porque, por mucho que lo intentemos, ya no tendrá el color de lo corriente, sino de lo esporádico; en los abrazos y las madrugadas que me voy a perder; en la batalla interrumpida...

Y aún así sé que tengo que irme, descubrir lo que está por venir. Ya lo hice una vez y, teniendo en cuenta todas las cosas buenas que he vivido, si ahora me quedara, nunca me lo perdonaría.

El nacimiento de Vituperio Leonardo

Cenamos en “bajando al sur”. Llegamos hasta allí después de rastrear la falla de D, a lo largo de la Avenida del Puerto, hasta dar con ella. Por la tarde habíamos estado en la playa, tomando un pacharán en uno de los chiringuitos de la Malvarrosa. Hacía viento y fumamos sin parar cerca de la arena. Nos cansamos. Reímos. Hicimos fotografías. Luego cayó la noche y no era oscura, más bien rojiza, llena de ruido en la calle y falleras, muchas falleras y falleritas desfilando en la ofrenda o volviendo a casa muertas del cansancio.

Y así acabamos en “Bajando al sur”; sentados a una mesa redonda, agotados y sin hambre, abocados irremediablemente a planear el nacimiento de Vituperio Leonardo; el hijo común cuya paternidad asumiremos todos. Tendrá, por lo menos, diez padres y diez madres, y crecerá en la libertad más absoluta, nutriéndose de la sabiduría de Vitu y la cinefilia de B; clubculturizándose con ¿p? e interrogándose con cada uno de los controvertidos consejos que Cris o yo podamos darle... Vituperio Leonardo: su tía Ana Mari le enseñará a diseñar muebles y su abuelo Rafa tratará de ganarle para el Animismo, esa religión. Será feliz.

Yo creo que nosotros, al imaginarlo, lo fuimos un poco. Los viajes contribuyen a alejarnos de la realidad, nos ayudan a levantar los pies del suelo y a reencontrarnos. Nos hacen más leves. Pedimos Lambrusco, brindamos, seguimos riéndonos y repasamos por enésima vez nuestras canciones favoritas hasta llegar a Resistiré, la canción de Átame compuesta por el Duo Dinámico. Mientras la tarareábamos pensé en escribir este post, en que me gustaría ser capaz de regresar a ese momento siempre y recordarnos así pasado mucho tiempo.

Ahora hemos vuelto, las fallas se han quemado y sólo nos queda la memoria apoyada en un montón de fotos. Hasta el año que viene.

Respirad hondo en medio de la nieve

Nieve. Había nieve a los dos lados de la carretera cuando viajé a Valencia; y continuaba allí cuando volví. El paisaje era blanco, se ajustaba a todas las metáforas. Nos detuvimos en la misma área de servicio de siempre, quince minutos, lo justo para bajar del autobús, estirar las piernas y tomar un café. Hice exactamente eso. Después, como me sobraba algo de tiempo, abandoné el amplio comedor y, a pesar del frío, salí al aparcamiento.

Fuera, a excepción de un hombre que viajaba con un grupo del IMSERSO no había nadie: nosotros y la nieve. Los coches aparcados, los autobuses con las puertas abiertas, el asfalto asomándose irreductible, fragmentado, a través de la inesperada capa de hielo.

El hombre fumaba. Me dio fuego y le imité. No hablamos más. Miramos en silencio la tierra repentinamente inmaculada. Nos tragamos el humo de nuestros cigarrillos.

Era una mañana de invierno; una mañana en trayecto, a medio camino, todavía en ninguna parte, sin conocer a nadie, dejándome llevar.

Ahora he vuelto.

He descubierto en la librería que el olor a vieja es idéntico al de mi último amor; así que cada vez que una anciana del barrio de Salamanca se acerca a mí para interesarse por algún título, yo pienso en el sexo.

Está la ciudad; queda la Literatura, cuyo engaño me recuerda al de un bosque en penumbra, detrás del que no se esconde ningún castillo. Y permanece la posibilidad de escapar, la confianza en el último aliento aún no dado.

Respirad hondo en medio de la nieve. Salid del camino.

Pausa

Después de morder la vida como una manzana ácida
Después de morder la vida como una manzana ácida

Despues de sentir con los dedos que el cielo es azul,
¿Qué nos queda ya por esperar?

No el crepúsculo de los dioses sino un amanecer preciso
De sucios ladrillos grises y vendedores de periódicos gritando guerra.

Alborada. Poema de Louis MacNiece utilizado por Silvia Plath para introducir sus Diarios.

Empiezo a tener pasado, me acuerdo de demasiadas cosas, y siento que me he vuelto mate. Eso me da miedo.

Escribo menos –es obvio-. Trabajo sin cesar. Los días pasan sin dejar ninguna huella, uno detrás de otro. Nada más.

El otro día vino D a la librería. No lo esperaba y su visita por sorpresa me trajo recuerdos de un tiempo demasiado reciente, que ya no está.

Salimos. Delante de una caña, en un bar del barrio, lejos de los locales a los que acudimos con frecuencia, le conté cómo me sentía y, aunque creo que me entendió, al despedirnos, cuando volví a quedarme sola, recuperé sin querer la tristeza que, durante apenas un par de horas, me había abandonado.

Tengo amigos, hago lo que me gusta, he elegido mi ciudad. Sin embargo atravieso un mar picado e inhóspito, perteneciente a un mundo abandonado. No hay ninguna luz. Sé lo que ocurrirá mañana. Podría dibujarlo en un papel con una venda tapándome los ojos. Acertaría.

La librería es roja y está repleta de libros enormes que me miran. Los cambio de lugar; juego con ellos; conscientemente permito que la arena del reloj caiga a una velocidad vertiginosa, paliativa.

Y que nadie se lleve a engaño: sé que soy feliz. He aprendido algo: no existe la tragedia. No puede ser trágico lo que se repite hasta la saciedad. Sólo hay que tener paciencia porque, como en el caso del constipado, para este estado de letargo los antibióticos no sirven.

Mientras tanto, es Navidad. La iluminación de los grandes almacenes que hay al lado de mi casa es blanca, tirando a gris. Tenemos un calendario de Adviento en el escaparate y villancicos en el hilo musical. Nuestra clienta estándar es mujer, entre 50 y 70 años; generalmente protegida por un abrigo de piel; con mucho maquillaje y peinado de peluquería. Suele buscar regalos para sus nietos. Le enseño libros troquelados, con dibujos de Disney o basados en cuentos clásicos. Mantengo su conversación. Pero por dentro navego a la deriva. Silvia Plath llamó una vez a sus Diarios “mi mar de los Sargazos”. Los estoy leyendo y allí es donde me encuentro.


Evolución

Evolución

Llueve otra vez, y desde que se atrasó la hora anochece antes. Es sábado. Como con Vitu y después de pasar el rato tirados en su sofá viendo juntos Todo sobre mi madre, tapados hasta el cuello con la manta gris, vuelvo a casa paseando bajo la lluvia.

Aún no son las siete, pero los coches ya circulan con los faros encendidos y el cielo se ha convertido en un telón azul ceniciento, del que se desprende una luz plomiza, propia del fuego. Hace frío. Las zapatillas que compré con Pati en el Zara de Preciados están empapadas, sin embargo no tengo ganas de coger el metro. Necesito caminar, andar sola por la ciudad sorteando los charcos, los paraguas ajenos, que se cruzan con el mío. Mojarme. La ciudad está viva, llena de gente, escaparates y cafeterías proyectan un resplandor amarillo sobre la acera. Se acerca el invierno.

Me gustaría poder sentirme siempre como hoy. Lo pienso inmersa en el ruido del agua y del tráfico: no necesitar a nadie.

Esta semana he llorado en los trayectos de autobús, a lo mejor por culpa de los tangos de Calamaro, a lo mejor porque me duele todo sin aparente explicación. Cuando era pequeña y me dolían los pies, cosa que al tenerlos planos como tablas de planchar me pasaba muy a menudo, mi madre me decía que era porque estaba creciendo. Debo estar creciendo ahora.

29

29

He cumplido 29 años; ni siquiera 30, sólo 29; y el sábado, para celebrarlo, daré en mi casa una fiesta temática dedicada a los 60: THE FLOWER POWER PARTY. Pienso en eso ahora, que son las 08:59 de la mañana, y agoto mi café con leche delante del ordenador, antes de ducharme y salir escopetada hacia Las Rozas, ese lugar en medio de la Sierra, donde se encuentra la librería rodeada de montañas.

Pienso también en la nieve que llegará con el invierno y en la cantidad de cosas que todavía no he hecho y no quiero morirme sin hacer. Si fuera a morir mañana, ¿qué haría hoy? ¿Cruzar el Atlántico? ¿Puenting? ¿Paracaidismo? ¿Tratar de visualizar por última vez al hombre más atractivo del planeta, o sea, Nacho Fresneda?

¿Qué hariais vosotros?

Saluditos. He vuelto.

La muñeca rusa

La muñeca rusa

Vuelvo a tener ganas de escribir. Son las nueve de la noche de un miércoles y escucho a Serrat. PF acaba de marcharse y se ha llevado con él el póster de Lo que el viento se llevó que le he regalado por su cumpleaños.

He estado viendo durante algunas semanas al poeta A. Hemos ido al cine, nos hemos liado en el portal a las dos de la madrugada; también en su coche, pero no nos hemos acostado juntos. No estoy enamorada de A, y eso que he hecho un esfuerzo admirable por sentirme atraida por él... pero nada, res de res. El poeta A no es PF y, aunque es una antología viviente de la poesía inglesa e italiana, nunca se dirigiría por iniciativa propia al Corte Inglés para comprarse los grandes éxitos de Karina o las nueve temporadas de Buffy cazavampiros... así que, lo siento, no me puedo enamorar de él.

El verano se acaba y, mientras me preparo para dar el salto a un trabajo nuevo, PF duerme la siesta conmigo y se ríe cuando, por fin, después de casi un año de encuentros y desencuentros propios de parvulario, nos ponemos a hablar de temas serios. Por la ventana abierta de mi habitación se oye la conversación de la mujer del portero con sus padres, que han venido del pueblo para pasar las horas muertas en el patio de este edificio perdido en el barrio de Salamanca. Tenemos tabaco y chocolate con almendras. No hace demasiado calor y nos queremos. No sabemos cómo, pero sí que no podemos cambiarlo; que volveremos a dejarnos mil veces más y volveremos a besarnos otras mil veces, a escondidas, compartiendo con la mirada un secreto que ya no queda nadie por saber.

La tarde cae. Algunas cosas van a cambiar, sin embargo otras, por raro que parezca, van a seguir siendo las mismas. Hoy pienso así y con eso me vale. Hoy tengo confianza en que dejarse llevar es la mejor opción, eso sí, después de elegir un camino; elegirlo y seguirlo sin miedo, con todas las consecuencias.

Me gustaría ser más concisa, pero las palabras sobran, cada letra complica mi visión de la realidad de repente tan clara. Un montón de tramas confluyen en este momento: La Prima de la Streep ha perdido su coche, Vitu se va a Canarias de vacaciones, Naoko medita sobre la posibilidad de comprarse unos tirantes y hemos comido juntos parrillada de carne en uno de esos bares donde cada mesa tiene su propio barril de cerveza. Y empieza a hacerse de noche antes.

La canción de Serrat ha terminado. Suena Mejor, de Los Brincos.

Voy a cumplir 29 y a las 21.36 horas del miércoles 23 de agosto de 2006, pienso en nuestra verdadera historia, que es como la muñeca rusa más pequeña, nadie la ve.

Me preparo para echar de menos.

Cambios

Pasan las cosas, y de repente las imágenes de ayer me parecen lejanas, como un sueño. La memoria es caprichosa y cuando quiere se adelanta al paso del tiempo para concederle a lo reciente la pátina de lo que ocurrió hace mil años, e impregnarlo de nostalgia.
No hay que volver atrás...

Escucho los tangos de Calamaro.

Tendré que explicarme.

Letizia y La decadencia de Occidente

Fue el martes, alrededor de las cinco, la tienda estaba semidesierta y atendí a Letizía. Muy delgada, iba sin pintar y llevaba el pelo un poco sucio; unos tacones de impresión, semiocultos por unos pantalones de lino, y una camisa de corte imperio. Me pareció una chica normal, algo apocada, reducida por sus dos guardaespaldas del tamaño de un armario, que la vigilaban con celo, como si temiesen que en cualquier momento tratara de escapar.

Al principio no me dijo nada. Se paseó indecisa por los paneles de Literatura Extranjera, donde no encontró a Spengler y su Decadencia de Occidente. Y sólo ante el fracaso se acercó a mí para preguntarme por ella con una voz suave, dedicándome un telediario personalizado. Le pedí que me acompañara al ordenador y, siempre tuteándola (Vitu puso el grito en el cielo cuando se lo conté), la guié hasta su libro: Filosofía, una edición de bolsillo en dos volúmenes, cuyo valor no superaría los 20 euros.

Letizía... todavía deambuló por la tienda un rato más, sola, con la única compañía de mi sombra y las cincuenta miradas de los curiosos contenidas a una distancia prudencial. Pobrecilla, observada cual animal de zoo durante cada milésima de segundo. Al final quiso saber donde estaba el baño; pensé que a lo mejor quería entrar, echar el pestillo y saltar por la trampilla a la escalera de emergencia, para huir... pero no pudo ser. Mi jefa insistió en acompañarla y ni siquiera entonces le dieron un respiro.

Han pasado más cosas, pero su importancia queda velada ante acontecimiento semejante: Letizia y yo unidas de por vida gracias a Spengler, que, quién sabe, tal vez será su "distracción" durante un trayecto de avión privado o se convertirá en su lectura de cama por un tiempo. Quizás se lo regale a Felipe o lo deje olvidado en la habitación de alguna embajada extranjera.

Pequeño Spengler... que la suerte viaje contigo.

La buena chica

Once de la mañana. Luis Miguel cantándome desde el ordenador. Dice más o menos: “Tengo todo excepto a ti... y la humedad de tu cuerpo”. Hecho: Luis Miguel tiene letras un poco pornográficas que de repente me encantan. No sé si esto será síntoma de algo, pero el caso es que aquí estoy yo, trajinando por la casa, canturreando “la humedad de tu cuerpo” arriba y abajo. Café con leche arriba, café con leche abajo. Tic tac, tic tac... como un ratón de laboratorio en una caja de zapatos, corriendo de un lado a otro mientras el tiempo aséptico, cual mano enfundada en guante de látex, marca el ritmo con suaves golpecitos sobre la mesa.

Pienso que ninguna emoción me merece crédito y, al mismo tiempo, esta mañana me siento un poco triste. Es verano, tengo resaca, menos uñas que nunca y, como siempre, un montón de pájaros en la cabeza.

El martes por la noche fui al cine con PF. Vimos La educación de las hadas y no nos gustó; a lo mejor porque nos pasamos gran parte de la película acariciándonos y dándonos besos.

Querer a PF implica volver a ser adolescente otra vez, enamorarse con gestos y palabras torpes, de instituto. Empezar. Me inspira ternura.

Es de noche y estamos en la cama. Hemos hecho el amor, compartido un cigarro y comido chocolate con almendras; somos ratones ciegos que recorren un camino aprendido de memoria. PF me abraza en silencio y, precisamente porque no dice nada para llenar los minutos que prolonga el abrazo, sé que me quiere.

Hagamos lo que hagamos, por mucho que nos abandonemos, nuestra historia no se va a acabar. Imagino un pez fuera del agua, boqueando, a punto de palmarla. Lo miro sin dolor, esperando cruel a que se quede quieto, pero no se muere nunca. Algo así nos pasa.

Me gustaría que todo fuera más fácil y ser capaz de no contar nada; me gustaría que mi ánimo no cambiara con el cambio de canción y que alguien me indicara el rumbo para no cometer errores. Si pudiera, me gustaría estarme calladita y no desprenderme de lo que vivo en este blog.

Pero soy lo que escribo. Mi experimento soy yo.

La derrota

La derrota

Son sólo las nueve y media de la mañana y ya estoy aquí. Ayer perdimos y Ghana perdió también. Brasil le metió tres goles, igual que Francia a nosotros, y eso sí que fue injusto porque Ghana, como su propio nombre indica, debería ganar siempre: "Ghana gana"; sí señor, no hay un eslogan mejor.

"Gabachos impresentables", "Vamos a quemar la Torre Eiffel", "Nos tiran la fruta y nos meten los goles", "A la mierda los franceses, que se queden las francesas"... esa fue la banda sonora de mi regreso a casa en metro, después de cenar con ¿p?, Naoko y Cris en el Puerto Rico, donde el camarero Mariano, al saber de mi partida inminente a tierras gaditanas, me pidió que le trajera una foto mía en bikini para valorar los efectos de la ingestión continuada de su sopa y su gazpacho. Me ama un poco, creo, "it`s a fact"... tengo una tendencia rara a despertar el deseo de los camareros madrileños mayores de cuarenta, los oficiales de mantenimiento y los amantes treintañeros del fútbol y los videojuegos. Preguntándome cuál sera el factor común que aúna a semejantes perfiles masculinos, he llegado a la conclusión de que tal vez sea que todos ellos duermen y se divierten en la cama con los calcetines puestos. No puedo afirmar que esté empíricamente demostrado, pero pondría la mano en el fuego.

En fin... ahora que me reconozco a mí misma como la musa de los hombres con pies fríos noto que el despertar me sienta mucho mejor. Esta noche salgo de viaje cual "dominguer woman", seguro que con un montón de maletas y con Vitu a mi lado. La playa nos espera. Tengo un bikini valorado en 15 euros y un billete de autobús (ida y vuelta) que, raro cuanto más, sólo valía 36. Muy barato, ¿no? Por delante, una noche viajera e incómoda en la que me va a costar dormir. Es posible que no lo consiga, pero si concilio el sueño ya sé lo que quiero soñar: con mi propio Mundial.

Si dependiera de mí, Ghana, Ecuador, Ucrania y España estarían ahora mismito en cuartos de final; aunque sólo fuera para evitar el patetismo de las imágenes posteriores a nuestra derrota: una horda de seres desorientados vagando por la ciudad, repentinamente ridículos con su maquillaje patriótico, sus banderitas rojigualdas y sus camisetas de 80 euros (cantidad con la que puedes ir y volver de Cádiz dos veces y media). También ellos tienen su corazoncito, aunque beban calimocho en botellas de Coca-cola partidas por la mitad y emitan unos berridos atávicos e ininteligibles que me asustan.

Si dependiera de mí, a Luís Aragonés, después de ese inefable A por ellos, lo reciclaba desde ya y empezaba a prepararlo en la Academia de OT para que el año que viene nos representara en Eurovisión. Nombre artístico: El Sabio de Hortaleza. Palabra clave: versatilidad.

Tiempo al tiempo. Este país me encanta.

Las razones de mis amigos

Las razones de mis amigos fue la primera película que vi en Madrid cuando llegué para quedarme. Mi padre había venido conmigo y, después de localizar el CSIC al final de Serrano, cogimos un taxi y nos dirigimos al cine Rex, en la Gran Vía. Era una tarde de diciembre y lloviznaba sin parar. Cuando llueve, me gusta fijarme en las luces de la ciudad porque se vuelven borrosas, como manchas, y la calle se convierte en el espacio cerrado de un lienzo que bien podría estar enmarcado y colgando de una pared.

Años después, casi seis años después, para ser más exactos, me pongo a pensar en las razones de mis amigos y en las mías propias y descubro que su peso es inexistente.

Siempre creemos tener razón, no importa que discutamos por la ubicación de un libro o por la posibilidad de echar el decimocuarto polvo. Nuestro Sí o nuestro No, nuestra Derecha o nuestra Izquierda, son siempre la opción correcta; la única opción. En el fondo, allí donde se gestan nuestros pensamientos envueltos en un silencio abisal, el rincón de nuestro Yo al que la luz no llega y que permanece cerrado cual desván mientras el resto de nosotros mismos se relaciona con la humanidad, estamos convencidos de que poseemos una visión preclara del mundo.

Error. Hoy soy consciente de mi caos mental y me convenzo de que mis certezas se reducen a los trayectos entre mi casa y el trabajo, y viceversa: 45 minutos de música en el mp3 y la realidad a mi alrededor. Ojalá fuera capaz de no esperar nada.

Bailarinas

Bailarinas

Nada me turba. Nada me turba, pero se me han roto las bailarinas. La suela de una de ellas se ha despegado vilmente esta mañana, mientras me dedicaba a marcar con pegatinas las estanterías de la séptima planta de cara al inminente inventario. Cierto es que me costarón 14 euros y, por no llevar, no llevaban ni caja de cartón donde guardarlas, sin embargo me parecían tan bonitas y estaba tan contenta con ellas puestas que, muy lejos de oler a pies, para mí olían a verano y cada vez que me las calzaba se despejaba algo en mi interior y lo veía todo mucho más fácil.

Más de uno pensará que me estoy fumando un porro mientras reseño semejante sandez o que las bailarinas en cuestión estaban impregnadas de una sustancia alucinógena que se filtraba por mis empeines para transportarme al séptimo cielo... pues no, no tenían nada de especial. Y ahora han muerto.

Hay días un poco grises en los que las bailarinas mueren, nos manchamos mientras comemos fuera de casa y, cuando me siento a escribir, mi estilo se parece sospechosamente al de Marian Keyes o Jane Green, aunque yo intento a conciencia evocar al lector la prosa de Zola o la poesía de Baudelaire... lástima que ninguno de los dos sufriera una ruptura de zapatos traumática, ni entrara en estado de shock al descubrir una mancha de tomate en sus pantalones. Supongo que eso no les pasaba porque vivían absortos en la contemplación y el estudio de cosas más serias.

Yo, seria, lo que se dice "Seria Seria", creo que no soy. Lo intento, pero no me sale. Es incluso posible que, para el que no me conoce, mi escepticismo pase por crueldad y mi risa le resulte frívola. En fin...

Mañana compraré pegamento instantáneo y terminaré con la rebeldía de la suela; será una insignificante batalla ganada. A lo mejor me animaré.

¿Quién sabe si Zola o Baudelaire no sufrieron como yo una infinidad de minúsculas y cotidianas derrotas? ¿Las sufres tú? Son como síntomas de un sentimiento mayor, pequeños escapes de gas portadores de una tristeza prestada, que se escapa con ellos y, afortunadamente, así nos abandona.

Pienso en las cada vez más cercanas tardes de piscina en Puerta de Toledo. ¿Qué debe sentirse al nadar cual sirena en el centro de Madrid? Pronto lo sabremos... si nada nos turba.

Primavera

Primavera... ¡Qué bonito! Mi mente se lanza a crear asociaciones entre palabras como puentes de cristal: Primavera equivaldrá ya para siempre a Fiesta Folklórica (con la presencia insustituible de Anómalo y La Prima de la Streep); primavera equivale a salidez con o sin pareja; a las golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, ese icono de la Literatura Española con mayúsculas; y, cómo no, primavera sobre y por encima de todo es igual a mil estornudos y una concentración de polén excesiva más allá de mi portal. Tengo los ojos rojos, congestión nasal y espasmos más o menos cada quince segundos. ¿Me estaré reproduciendo traumáticamente cual gameto? No, sólo tengo "un poquito" de alergia. ¡Qué bien!

Mientras tanto, PF me ha dejado porque dice que dimos un escandalo en la fiesta. Sus palabras exactas a través de la línea telefónica fueron: "¡Que fuerte, tronca!" -Sí, dice cosas como "¡Qué fuerte!" y "tronca", pero yo le quiero igual.- "aquello parecía Sodoma y Gomorra; vergonzoso... si hasta ME TOCASTE EL PAQUETE".

¡Alto!

¡Dios! ¿Le toqué el paquete? "El nivel de intoxicación etílica alcanzado era tal que no me viene a la memoria". Así me excusé aunque, para qué nos vamos a engañar, en el mismo grado que mi alergia, "un poquito" sí me acuerdo de semejante y discreta hazaña. Nadie se dio cuenta. Lo he confirmado porque llevo diez días preguntándoselo a todo el mundo y, repito, nadie nos vio. El problema es que PF, siglas que a partir de este instante dejan de significar Pequeño Friki y se convierten en las iniciales de Pequeño Franquillo, está convencido de que las 19 miradas beodas que, aparte de las nuestras, pululaban por mi hogar la noche del seis de mayo se volcaron lascivas y escrutadoras sobre la silla en la que, alrededor de las dos de la mañana, nos sentamos juntos. Ni siquiera nos besamos. Él me sostenía por la cintura y se mostraba cariñoso conmigo. Yo me porté igual.

Y la primavera, incauta, no se detiene por mí. ¿Acaso no me merezco un poco de consideración en mi desgracia? No sólo me abandonan, sino que además lo hacen insinuando que soy una guarrilla de tres al cuarto. Cual heroina de Jardiel Poncela o Mihura, me pregunto si mi sitio no estará en el arrabal, con una minifalda de plástico rojo y un bolso con la correa lo suficientemente larga como para cazar caballos a lo Brokeback Mountain (aviso: el mantra tan útil en periodo invernal ahora no me funciona).

En fin... era mi casa, mi fiesta y el chico con el que se suponía estaba... el resultado de su rechazo es que Pequeña VQ y yo vamos a adentrarnos sin remedio en el mundo del cómic entre estornudo y estornudo para dar vida a las aventuras de Pequeño Franquillo... ¿Cómo reaccionaría si descubriera este blog?

Hago terapia: voy andando a trabajar escuchando Ni tú ni nadie, de Alaska. Madrid debe ser la única a la que la primavera le sienta bien. La veo preciosa, y yo estoy dentro.

La alegría de la huerta

La alegría de la huerta

La astenia primaveral me posee. Pienso en tomar vitaminas, pero no acabo de decidirme. Por mi cabeza, como rayos en una tormenta, se cruzan pensamientos e imaginaciones tan dispares que no llego a la acción. Todo se queda en expresiones del tipo "Tengo que...", "Que no se me olvide esto o lo otro"... y, básicamente, paso la semana navegando por un mar de coplas que se nutre de múltiples fuentes: Desde mi hermana hasta PF, quien consiguió Suspiros de España y me envió un mensaje a Valencia para confirmármelo.

Dias plácidos. Me acuerdo de la tarde del lunes en la Malvarrosa, en el paseo de la playa, al lado de un bar que se llamaba La Alegría de la Huerta. ¿p?, D y Vitu se fueron a dar un paseo por la orilla; Rafa, B y yo nos quedamos en un chiringuito de mala muerte donde tardaron media hora en servirnos un tercio y un par de refrescos. V se unió más tarde al grupo. Alrededor de las siete, nos acercamos a la arena y llenamos con ella una botella de cristal vacía. Hicimos fotos. Nos entró hambre, porque la playa da hambre, eso está demostrado. Y cenamos tortilla de patata y longaniza de Pascua viendo El ataque de los clones en Antena 3. Al día siguiente, Vitu y yo, últimos supervivientes de nuestra expedición, visitamos el jardín botánico y, aparte de visualizar una miriada de gatos, bormeamos acerca de la mala suerte que dan los cactus.

Por la tarde regresamos a Madrid.

No se me olvida la luz de Valencia. Creo que podría distinguir el cielo de la ciudad entre un millón de cielos. Estoy segura de que, cada vez que voy, como un velo de memoria, esa luz impregna mis ojos y viaja conmigo, tamizando el paisaje plano que se extiende más allá de la ventanilla del autobus. Veo campos de amapolas y vides, el pantanto y el trigo, y sigo pensando en el despacho de mi padre y los trayectos en coche con mi hermano.

La vuelta a casa, cinematográfica, la protagonizó PF y su visita nocturna, pertrechado de canciones folklóricas y Coca-Cola. Que nadie diga que Almodóvar es inverosímil; que se atreva a decirlo después de leer esto: PF y yo nos fuimos a la cama, con la lámpara de tortuga encendida, y nos besamos escuchando La parrala, nos abrazamos riéndonos el uno del otro, porque recordábamos casi todas las letras de Rocío Jurado y Lola Flores. Lo pasamos bien. Le confesé mi intención de adquirir una falda de lunares, dio su visto bueno. Hablamos hasta la madrugada. Luego, dándome un beso pequeñito en la puerta, se fue.

Ahora estoy cansada y me he comprado un vestido de lunares verdes, que el sábado me pondré con unos pendientes de aro amarillos. Lunares y plástico de colores definen mi estado de ánimo actual a la perfección; colores vivos que se estampan contra mi cansancio, despertándome.

La fiesta folklórica y el amigo fiel

La fiesta folklórica y el amigo fiel

Escucho a Falete. Son las doce de la mañana y Lo siento mi amor suena tan alta que la debe estar tarareando el portero. Este mes lo hemos declarado el mes folklórico, principalmente en honor a las dos Rocíos; homenaje que culminará con la celebración de una fiesta en mi modesto hogar la noche del sábado seis de mayo. Para asistir al evento hemos establecido una serie de reglas que hay que respetar a rajatabla:

- A todo el que llegue se le entregará un clavel del que no podrá desprenderse durante la velada, no importa donde lo lleve (en la oreja, clavado en la coronilla, en la boca...).

- El atuendo debe ser acorde al hilo musical, se admiten fajines, camisas anudadas al ombligo y sombreros de Tío Pepe, zapatos de lunares, pendientes de plástico y collares de bolas. También se tendrá en cuenta el esfuerzo por hablar con acento andaluz.

- En el menú de la cena no faltarán la tortilla de patata, el fino ni las banderillas.

- Por último, cada uno de los invitados deberá elegir una canción e interpretarla, solo o con pareja, delante del resto. Estamos considerando la posibilidad de premiar al mejor intérprete con un toro en miniatura o, en su defecto, un torero de Playmobil. Pero eso ya se verá...

De forma paralela a la organización de tan indescriptible evento, la primavera transcurre plácida cual arroyuelo. Estoy feliz: tengo un Amigo Fiel; nuevo concepto que PF acuñó inconscientemente el lunes pasado, mientras nos tomábamos una cañas y unas patatas con allioli en el bar que hay bajo de su casa, donde los camareros, atentos a nuestra conversación, lo miraban sorprendidos de que se hubiera convertido en un Casanova de la noche a la mañana.

Él me aseguraba que ni siquiera podíamos ser un poco novios, como diría ¿P?, y al mismo tiempo cometió la temeridad de prometer que me iba a ser fiel... ¿No es bonito? Vuelvo a adentrarme en los misterios del sexo de la mano de PF, transmutado por su propia obra y gracia en mi nuevo Amigo Fiel. Estoy enamorada; un hecho que él no debe saber porque, si llegara hasta sus oidos, primero rompería su compromiso y luego se sumiría en un desesperante ataque de ansiedad.

Tendré paciencia. Menos mal que cuento con un montón de orejas para desahogarme. Ahí están las cenas en el Puerto Rico, las comidas en casa de Vitu, con siesta incluida, y los teléfonos móviles encendidos incluso durante la madrugada. Atravesamos un periodo de días de sol. Cuando trabajo por la mañana y salgo a las tres a la calle Preciados por la puerta de personal, encuentro mil razones para sacar del bolso de Emily las enormes gafas de sol que me compré con B.

Ojala fuéramos capaces de vivir siempre como hasta ahora, sin tomarnos demasiado en serio.

Reivindicación de las mollejas

Reivindicación de las mollejas

Molleja: Estómago muscular que tienen las aves, muy robusto especialmente en las granívoras, y que les sirve para triturar y ablandar por medio de una presión mecánica los alimentos, que llegan a este órgano mezclados con los jugos digestivos.

B dijo que me parecía a Catherine Keener. Lo dejó caer mientras esperábamos junto al último ordenador de la planta el aviso de megafonía indicando que sólo quedaban cinco minutos para cerrar. En un instante me imaginé cual neoyorquina común, paseando por Central Park, con las manos en los bolsillos de una gabardina roja, tres cuartos, y las hojas cayendo lentas de los árboles; porque sería otoño, sin duda, y Woody Allen, que habría salido a comprar el pan, se cruzaría conmigo y me propondría hacer una guerra de hojas muertas, lanzándolas a patadas y revolcándonos gracilmente por el suelo... ¡qué bonito!

Entonces apareció ¿p? con un montón de libros de autoayuda y aportó un interesante dato a nuestra conversación. Dijo: "A Eli le gustan las mollejas".

B quedó consternado. Se llevó las manos a las sienes y clavó sus ojos en los míos como si me mirara por primera vez y yo ya no fuera un ser humano, sino un extraterrestre recién llegado de Saturno. Tardó en reaccionar y, cuando por fin lo hizo, fue para hablar como Yoda y arrebatarme de un plumazo la ilusión:

- Catherine Keener ya no puedes ser. ¡Dios mío! Comer mollejas te quita todo el glamour.

¡Eh, eh, eh! ¡Un momentito! ¿Cómo que no? A mí no me toquéis el glamour. ¿Acasó Ferrán Adriá, ese hombre deconstructor de la tortilla, carece de él?

Me temo que no habéis probado las mollejas. De hecho, estoy segura de que, si Jackie Kennedy o Coco Chanel se hubieran pasado por Alcocebre durante algun verano de mi infancia, mi padre no habría tardado ni dos horitas en invitarlas a una suculenta paella cuajada de pollo, pato, conejo, caracoles y, por supuestísimo, unas cuantas mollejas. Como señoras educadas, la habrían probado sin más remedio y habrían quedado encantadas, adictas desde ese momento a la casquería más vil.

Cada vez que voy a Valencia hay paella y mi padre, que me quiere un montón y sabe que me gustan, traduce su incalculable afecto en la cantidad de mollejas que compra para la ocasión. Me dice: "Hoy he puesto 16 mollejas"; y yo sé que eso significa: "Hija mía, te quiero más que a mi vida, te quiero más que a mi muerte". Así que para no defraudarle me las como todas toditas.

Mi historia con Woody termina cuando él me propone que no hagamos más el canelo con las hojas del parque y nos vayamos a un restaurante de gansters italianos afincados en Broadway con mantelitos a cuadros, una botella de vino en cada mesa, un señor trajeado, con una metralleta mal disimulada al fondo del local, y una especialidad en el menú: spaghetti con mollejas. Sin dejar de ser Catherine keener, acepto la proposición.

Me duele la cabeza

Me duele la cabeza

Ayer cené con Palo y B en un restaurante chino de la calle Tudescos, desde el que se ve Callao y un fragmento pequeñito de Fnac. Cuando mis padres se casaron y fueron de viaje de novios a Madrid cenaron allí, en El Buda Feliz; yo lo conozco por eso.

La boda se celebró en Valencia, el 6 de enero de 1977. Era Reyes y llovía. Yo nací nueve meses y doce días después, así que fui concebida en Madrid, no hay duda. Me imagino a mí misma como un grupo de celulitas que se multiplicaban compulsivamente en el útero materno mientras mi madre y mi padre comían codillo al estilo pekinés. Visto así, ayer, 28 años y muchas células después, volví a mis raices, a mi principio, a mi Meca particular.

Quizás haya sido semejante proceso retroalimenticio el causante de mi actual dolor de cabeza. Cenamos rollitos, arroz tres delicias, Chop Suey y tallarines con gambas. De postre, helado frito. Después, ya en casa, me quedé despierta hasta las tres y diecinueve minutos, visualizando alternativamente Lucía y el sexo y Casino, donde Robert de Niro y su doblador me recordaban sin cesar a Buenafuente.

El imitado se convierte en imitador y yo, cual calcetín vuelto del revés, regreso al punto de inflexión de la Humanidad por lo que a mí se refiere, el lugar donde estuve y no estuve por primera vez. Paranoia.

Me tomo una aspirina para ver si me despejo y, a largo plazo, prevenir el infarto cerebral. Consulto en LaNetro a qué hora y dónde proyectan Caché.

Esta noche, pizzas y Premios Goya. Son muchas las posibilidades de que gane La vida secreta de las palabras, algo que me haría perder definitivamente la fe en el futuro de nuestra civilización... Apiádate de mí, Dios Mío.

Prosa

Prosa

Mi vida transcurre en prosa. No tiene tiempo de ordenarse en una serie de versos que respeten la métrica y el ritmo. Se queda con la aridez de las subordinadas, los puntos y aparte y, como mucho, la incertidumbre casi nunca resuelta de los puntos suspensivos.

Leo novelas. Busco en la ficción una estructura que refleje la de mi realidad, la de esta ciudad caótica y al mismo tiempo irritante como el mecanismo perfecto y rígido de un reloj. Me veo en medio de la librería, inmóvil, ignorada por la gente que pasa de largo sin decirme nada por un lado y por el otro; viendo; manoseando libros; dejándolos caer al suelo o abiertos sobre otros libros que cayeron antes. La luz artificial baña la escena y las voces a mi alrededor se confunden en un único murmullo sin mensaje ni intención.

Quizás somos los personajes de otro. Un grupo de jóvenes con chaleco y vidas iguales, pautadas. Alguien nos observa desde arriba. Es de noche. Salimos por la puerta de personal a la calle Preciados y mientras esperamos al último compañero, D y ¿p? se fuman un cigarro y yo guardo la tarjeta para fichar en mi bolso siniestro. Todos nos hemos puesto el abrigo y lo hemos abrochado hasta el cuello. Hace frío. Alguien lanza al aire la posibilidad de ir a tomarse una cerveza. Como en un escenario, a la misma hora de ayer, la misma función. Podéis verla hoy si aún no habéis tenido oportunidad de acudir. Allí estaremos. Los figurantes no tienen desperdicio: hay un chino sentado en el suelo de Preciados con Maestro de Victoria, que toca en un instrumento sin nombre canciones melancólicas imagino que de su país. Nunca le hemos echado ni un céntimo.

Tal vez alguno de nosotros rechace la invitación y diga que se va a casa o que ha quedado. No penséis que por eso se está cargando la representación. Esta obra se parece un poco a las novelitas de "Elige tu propia aventura". Cuando era pequeña me regalaron una y con ella en la mano creí que tenía en mi poder infinitos finales para una misma historia. Sólo había diez. Así que cuando la leí once veces dejó de interesarme y la olvidé.

Volvamos al grupo: si nos disolvemos, ¿p? y B se irán hacia Callao. D y yo bajaremos hacia Sol por Carmen y tiraremos por Montera hasta Gran Vía. A veces yo acompaño a D a su casa y alargamos el trayecto caminando juntos hasta Banco de España, donde nos despedimos y cojo el metro.

La poesía miente. Si la utilizara, estaría disfrazando los trayectos por un Madrid desnudo, transparente, que nos incluye como un cuenco de cristal. Palabras como barrotes nos rodean, nos hacen prisioneros, pero tienen la honestidad suficiente como para no transformarse en un poema. Son claras. Las decimos esperando que provoquen algo, que cambien las cosas, que nos salven. Y sin embargo solo nos producen una calma pasajera; iguales que una droga, su efecto es efímero y garantiza el nacimiento de palabras nuevas.

Me gusta Madrid en silencio, por eso con frecuencia necesito quedarme sola. Madrid sin palabras se convierte en una ciudad vacía, en un bosque inhabitado que despierta en mí un sentimiento de pertenencia y comprensión. Me conoce desde el principio y sabe, como yo, que no hay escapatoria.

Emily

Emily

Ayer me compré en el rastro un bolso de Emily y automáticamente me convertí un poco en siniestra. En la parte delantera, la silueta en negro de Emily se dibuja sobre un fondo blanco en el que se lee lo siguiente: "Bienvenido a mi pesadilla". Me costó catorce euros. Estoy contenta.

Era domingo y llovía a ratos. El hecho de que el cielo estuviera gris impedía controlar el paso de las horas; todas ellas parecían iguales. Nos encontramos a la una en Tirso de Molina y vagamos por Embajadores y Puerta de Toledo en busca de unos cactus para Naoko que se llaman Pie de Elefante y que yo no había visto en mi vida. Cuando por fin los localizamos, se quedó con tres macetitas minúsculas para colocarlas en el alfeizar de la ventana de la cocina. Naoko estaba contenta también, así que guardó sus cactus en la mochila de D y nos fuimos de bares. Acabamos comiendo un bocadillo de calamares de pie en El Ideal, al lado de la Plaza Mayor. Llegué a casa pasadas las ocho y media sin haber sacado de la jornada más que una sensación de "día siguiente".

Ahora acabo de ducharme. Llevo puesto el albornoz naranja que me regalaron por Reyes y una toalla en la cabeza. La toalla empieza a estar húmeda. Será mejor que deje de escribir antes de quedarme helada delante del ordenador. Estoy agotada e intuyo que no tardaré en acostarme. Por lo pronto, que nadie se lleve a engaño: ni la lectura de novelas victorianas ni la compra de bolsos "góticos" va a redimirme de mi petardez, aunque tampoco lo pretendo. Soy una causa perdida.