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No me llames

La vida D.P.

Rewind

Rewind

Estoy sentada con T en el Hollywood de Alcalá con Jorge Juan. Son algo más de las seis y media, y la tarde del domingo agoniza al otro lado del cristal. Las tiendas están abiertas (primer domingo de mes) y T se ha comprado un suéter, un monedero y unas medias. Yo, con 300 euros en la cuenta para pasar febrero, me he probado ropa en todos y cada uno de los sitios a los que hemos entrado, pero gracias a la providencia divina nada me ha gustado lo suficiente como para gastar y alcanzar el estado de satisfacción transitoria que produce en mí la adquisición de prendas innecesarias, del tipo "pantalón pirata, bombacho, con estampado militar y cordones de esparto rematando los camales"; una pena que no hubiera de mi talla.

Frustrado mi espíritu consumista, después de llegar casi hasta el Retiro en busca de una cafetería donde reponer fuerzas, decidimos volver sobre nuestros pasos y meternos en el Hollywood "a merendar". T pide un poleo y un Brownie; yo, un café con leche y tarta de queso. El porqué de mi elección radica en evitar la ingesta excesiva de chocolate: he desayunado café con galletas de chocolate y he tomado de postre un Magnum de chocolate almendrado. El colesterol me habla, así que, precavida cuanto más, opto por el "Alabama Cheese Cake", que al final se presenta delante de mí coronado por una bola de helado de vainilla y un par de cucharadas soperas de chocolate fundido. Error fatal. No me queda más remedio que comérmelo, teniendo en cuenta que es la representación física de una sexagésima parte de mi presupuesto mensual.

T y yo hablamos de mi noche de sábado y PF, ese ser prohibido, sale a la conversación. Es un hecho -le digo a T y también a ¿p? cuando, convaleciente de su gripe, me llama por teléfono- no me va a quedar más remedio que casarme con él. Lo he deducido a partir de un par de sensaciones contradictorias provocadas por su cercana presencia la noche anterior:

1.- Para trasladarse por Malasaña PF se pone un gorro en la cabeza con el que me recuerda a un pesacador de atunes. Pienso: "Horror, se parece a un pescador de atunes"; y al mismo tiempo, mientras avanza al lado de A con las manos en los bolsillos de su anorak gris y el dobladillo de los vaqueros ajustado a más no poder, un estremecimiento parecido al que me produce la visión de George Clooney en el anuncio del Corte Inglés me recorre por dentro.

2.- Después de pasar por El Rey Lagarto, local en el que PF destaca por ser el único individuo con camisa (el atuendo mayoritario consistía en vaqueros elásticos y camiseta sudada con tirantes desbocados), hacemos un alto en la entrada del segundo bar para que D y Naoko lien un porro. PF se situa delante de mí, apoyándose en un coche. No le hablo, pero continuo observándole desde el silencio, lo que me permite descubrir que tiene una berruga negra y pequeñita en el cuello. Esta vez pienso más o menos: "¡Madre mía! ¡Qué asco! Tiene una berruga", sin embargo le quiero igual.

Sueño con tirarle a la calva el diccionario Panhispánico de dudas y, sin embargo, le quiero igual. Me imagino dejándole plano cual dibujo animado después de aplastarlo una y mil veces con un rol de Atlas Maior y, sin embargo, le quiero igual. No le hablo y apenas le miro si coincidimos en grupo, pero le quiero igual... la Vida D.P. es un fraude. En mi interior PF colea más fresco que una rosa, consciente de que no le resultaría nada difícil conseguir que volviera a caer en la tentación.

T escucha mi confesión con paciencia y compara mi situación con el fragmento de una película repetido sin cesar gracias a la opción "Rewind" del vídeo. A mi alrededor pasan cosas pero yo, con la visión coartada de un caballo enganchado a una calesa, consagro mi existencia al bucle de acercamiento-sexo-separación que me brinda PF.

Me pregunto si tendra alguna foto en un puerto, con el gorro puesto, una caña en la mano izquierda y un atún gigante en la derecha. Sonriendo.

El miedo

La parada de Goya es amarilla. Siempre es amarilla, no importa si te bajas del vagón a las once de la mañana o a las diez de la noche. La iluminación es la misma. Por eso da igual qué hora es, bajo tierra el tiempo no existe. Viaja con nosotros, que lo llevamos colgando de la muñeca, condensado en un reloj, o latente en nuestra memoria, que nos remite a lo que dejamos en el exterior justo antes de sumergirnos en un mundo de luz artificial y túneles sin salida.

¿Tenéis miedo? Yo sí. Eso es lo que pienso mientras vuelvo a casa, en las cosas que no digo o no hago simplemente por miedo. El miedo recorta las acciones, nos limita. Planea como un carroñero sobre nuestras cabezas, su sombra es imposible de identificar, pero está ahí. Es una cadena que nos lastra, es un montón de metáforas a la vez. Es tristeza.

Creo que las farolas esféricas de Conde de Peñalver iluminan a medias la calle de doble dirección. Llevó medias negras y zapatillas rojas (sí, yo también tengo unas zapatillas rojas), ando a paso ligero, estimulada por la música del mp3. Entre el Mareas y mi casa escucho a Los Piratas, Brian Adams y El Efecto Mariposa. Vuelvo de una velada encendida con Naoko, ¿p? y Vitu, en la que hemos discutido de trabajo y hemos hablado del blog. Naoko me ha dicho una verdad: que debería escribir menos aquí y centrarme más en el cuento; terminar el libro.

Si no fuera por el miedo y el azar, el condicional no existiría... si no fuera por el miedo y el azar, no existirían ni esta ni la frase anterior. Una palabra pronunciada en voz alta, sólo una, podría cambiar mañana el curso de nuestras vidas o, para nuestra sorpresa, no producir efecto alguno. Seguro que se os ocurren muchas palabras que querriais decir, pero no las diremos. Supongo que el inclinarse por la renuncia y guardar silencio implica cobardía. Eso concluyo en los minutos que pierdo en Ópera, Sol, Sevilla, Banco de España, Retiro y Príncipe de Vergara; Que existe una historia paralela en la que nada se queda en el tintero. Todos soñamos con ella mientras nos acomodamos en nuestro asiento buscando una postura mejor.

Me gustaría ser más valiente

Ranking

Aviso previo a la lectura de este post: La crueldad es una cualidad intrínseca de todo ser humano (creo), muchas veces lo que opinamos en voz alta no lo sentimos de verdad y expresa realmente todo lo contrario de lo que, de forma explícita, quiere decir (ejemplo claro: "¡Ay mi niño! ¡Me lo comería!". No, no te lo comerías), así que no seais demasiado duros conmigo a la hora de juzgar el contenido de las conversaciones que mantengo durante mi tiempo libre... o sedlo... después de todo, crueles al fin.

Vuelvo a trabajar por la tarde y una serie de catastróficas desdichas se suceden sin remedio enturbiando nuestro ambiente laboral: la primera es que me veo abocada a hablarle a PF, porque me pregunta directamente qué tal me va con B en la sección. Le digo que muy bien e improviso cuatro gracias que provocan en él una serie de carcajadas tan poco naturales que me asustan. Cuando se va, me prometo volver a sumirme en el silencio al día siguiente, o sea hoy, aunque soy consciente de que eso puede desorientar un poco a su mediana inteligencia.

La segunda desgracia es que, mientras una de mis compañeras ordena las mesas de Literatura Extranjera, escucha involuntariamente la conversación de un par de treintañeros velludos con acento de Carabanchel alto; conversación que, un tanto perturbada, comparte conmigo y yo transcribo a continuación:

- ¿Conoces este libro?
- No, ¿y tú?
- Yo sí. Lo leí cuando era pequeño. Me lo regalo mi padre, que es amigo del escritor. De hecho el escritor se inspiró en mí para el personaje principal.
- Uhmmmm...

El libro es Momo.

Llegados a este punto de la jornada en el que todas y cada una de mis certezas infantiles se han estampado contra el suelo, decido parar y me subo con Palo a la sala de descanso en busca de mi merienda. Juntas generamos a nuestro alrededor una atmósfera friki que nos confiere glamour de antiheroinas de cómic. Sentadas frente a frente y con una mesa oval que huele a IKEA de por medio, parecemos imágenes en el espejo, las dos con el chaleco, un Kinder Bueno a nuestra derecha y un "café de avellana", -así lo identifica la máquina de cafés- a nuestra izquierda. Para que el relax al que aspiramos roce los límites de lo extrasensorial, nos ponemos serias y optamos por un tema antiestrés: elaborar un ranking de feos.

Empezamos la casa por el tejado y creamos la categoría máxima, a la que llamamos "Más feo que un pie". La lista de candidatos es extensa. A partir de ahí vamos bajando a "Feo de narices", "Muy muy feo", "Muy feo", "Bastante feo" y "Feo" simplemente. Sorprendidas ante la cantidad ingente de feos que conocemos, consumimos nuestros 15 minutos de asueto y volvemos a la tienda con la sensación de haber recibido un masaje terapéutico.

Como veis, día a día amplío mis horizontes intelectuales, gano en riqueza interior. Por lo pronto, esta noche toca excursión para visualizar por fin Brokeback Mountain. A ver qué me encuentro.

Cena en Puerto Rico

El Puerto Rico está en el centro de la ciudad, perdido en una callecita minúscula, perpendicular a la calle Abada, y su entrada apenas se distingue de los portales particulares. Sólo en Navidad, cuando rodearon con una guirnalda de luces el discreto cartel en el que se anuncia su nombre, la entrada del Puerto Rico adquirió cierta importancia, se creció como si la hubieran maquillado mucho y se hubiera transformado en la entrada de un puticlub. Nada más lejos de la realidad: el caso es que el Puerto Rico es un restaurante de los de toda la vida donde, no importa el día de la semana que sea, te sirven un menú caliente por no más de ocho euros.

¿p? nos llevó hasta allí hace ya algunos meses. Ayer por la noche volvimos. Conoce a Mariano, el encargado, y nos tratan bien. Cenamos sopa de primero y plato combinado de segundo. Bebimos vino con gaseosa. No nos diferenciamos mucho, al fin y al cabo, de los abuelos que se sientan en los bancos a ver pasar las horas y la gente. Comemos lo mismo.

Así pasó otro viernes; otra vez Naoko, ¿p? y yo riéndonos durante la cena y después delante de un mojito que protagonizó Paulino, el compañero de habitación del hermano de ¿p? en el hospital. Paulino tiene 84 años, una próstata que le obliga a levantarse sin cesar para ir al baño y un ansia ciega por contar su historia en voz alta remontándose hasta su niñez. El hermano de ¿p? tiene 16.

En la tienda, por la mañana, nos habían regalado tres libros de bolsillo con relatos y ensayos sobre la televisión. Al volver a casa en el último vagón del metro leí dos, uno de Mercedes Cebrián y otro de Millás. En el primero, la Muerte se pasea por la cocina de la protagonista cargada con su guadaña y su reloj de arena; en el segundo, Millas compara al ser humano con la hormiga y situa a su personaje en medio de un fin de semana infernal, que deja pasar encerrado en su casa, alimentándose de pizza... en definitiva: Panorama literario español, MAL; Panorama vital, LATENTE.

¿p? se despidió de mí suplicándome que intentara no dejar de hablar a nadie en las 48 horas que íbamos a pasar sin vernos. Estoy en ello.

Viernes

La vida está llena de traiciones. Nos traicionan los demás; nos traicionamos a nosotros mismos. Un día más: es viernes. Sacó de prestamo la novela de Cercas y El segundo sexo. Después del trabajo, ya de noche, nos vamos a tomar unas cañas sin Pequeño friki; Pequeño friki ya no viene nunca. A las doce cojo el metro para volver a casa y en el vagón medio vacío, tres copas de vino blanco después de mi jornada laboral, me siento triste. Como salvavidas, los libros en mi regazo y la promesa del ordenador para escribir. No sé lo que quiero.

La realidad es turbia. Soy yo la que se encarga de revolverla, la que la destroza convirtiéndola en un rompecabezas irresoluble. Hay realidad en la acera desierta, por la que avanzo camino del logotipo encendido de la farmacia abierta 24 horas, que actúa como un faro, guiándome hasta mi portal. La realidad es la chaqueta de Sh calléndo de la silla del Mareas al suelo grasiento; el plato de patatas fritas con chistorra y el rol de cajas verdes llenas de títulos de bolsillo. La realidad, dentro de mi cabeza, se concentra en la expresión "esto es lo que tenía que haber hecho" pero no hice. Lo escribiré.

Hay un montón de cuentas pendientes y una canción en el mp3, Si te vas, de Shakira. Un montón de dudas. En el bar proyectamos un viaje a Valencia por Fallas. Iremos a la mascletà, comeremos paella y veremos la cremà desde la ventana de la habitación de mis padres. Hecho.

Llego hasta aquí y me encuentro con una decena de comentarios que me animan a escribir; mensajes de apoyo que preconizan mi victoria en el concurso. Y eso es realidad también. Mi hermana, mis amigas, las pantallas de otros ordenadores desde las que se leen estos artículos y los de otros blogs... una telaraña invisible de contactos no verbales que podría cubrir el cielo de Madrid. Hay mil ojos observándonos, mil amigos pacientes que nos escuchan, y sin embargo, por mucho que nos confiemos, por mucho que intente abrirme al mundo a través de esta página, siempre quedará algo no dicho. ¿Qué pasará ahora, cuando le de al botón de publicar, confirme que todo ha salido bien y apague el ordenador? Me quedaré sola. Arrastraré mis zapatillas hasta la salita, probablemente con Soldados de Salamina en la mano, y me dejaré caer en la butaca más cercana a la calefacción. Encenderé la tele sin voz y leeré hasta bien entrada la madrugada, interrumpiendo la lectura si se me cruzan los cables y no me puedo concentrar. Más o menos a las tres me iré a la cama. Con la luz de la habitación todavía encendida, me enfrentaré a la manchita de sangre en la colcha y volverá a mí la imagen de PF y todo lo que hemos hecho mal. Apagaré la luz. A oscuras nada externo nos invita a recordar, pero tardaré en dormirme pensando en lo que podría pasar mañana.

¡Dios! Cómo tengo las uñas. Si la esquizofrenia fuera agua, estaría llegándome al cuello.

Ya es sábado. Bienvenidos al fin de semana. Nos vemos.

***

Último voto, último esfuerzo.

Madrugada

Madrugada

Hemos visto a un chino corriendo por un callejón de Malasaña, perseguido por un motorista anónimo y demasiado viejo, incapaz de acelerar lo suficiente como para alcanzarlo. Hemos visto a un pobre hombre desconocido, llamado Paulino, recibir de sus supestos amigos, y ocasionales compañeros de mesa en La Gata Flora, el regalo más feo de la historia de la humanidad: una máscara de cebra incrustada en un pedestal de hierro. La expresión de Paulino cuando ha conseguido despojar al objeto de su aparatoso envoltorio se ha convertido en una clara representación del caos. Aunque no ha tardado ni una milésima de segundo en dar las gracias en voz alta, todos hemos sabido que por dentro, perplejo, se estaba preguntando ¿POR QUÉ?

Son las cuatro y media de la madrugada y yo también me lo pregunto: ¿Por qué escribo esto? ¿Por qué no me voy a dormir y me olvido de mi regreso en taxi, una vez más por Alcalá hasta Felipe II y Conde de Peñalver? La descripción es la misma que la del trayecto del sábado anterior; la misma que la del sábado que viene. Mi estado actual, una mezcla de cansancio y resaca prematura, no se diferencia del letargo en el que me estabilicé la noche de Reyes, delante de la tele con Al, D y ¿p?, bebiendo cerveza y analizando los anuncios de la teletienda. Examinar la luz que emite la lamparilla de la salita o describir minuciosamente, con la precisión de una lente microscópica, el Madrid nocturno, no me salvará del tedio... es más, conseguirá acentuarlo, dejar constancia de la repetición.

Pasadas las tres, con la mayoría de los locales cerrados, hemos paseado sin rumbo por Malasaña y Chueca. Nos hemos encontrado a B en una esquina de Hortaleza, cerca de Alonso Martínez, y sin darle opción a negarse, le hemos llevado con nosotros arrancándole de cuajo la idea que se le había metido en la cabeza de volver a casa. A cambio le hemos obligado a vagabundear por callejuelas salpicadas de parduzcos grupos de gente. Todos borrachos, con porros, con vasos de plástico, con vaqueros y cazadoras, pircings y pelos de colores, botas de caña, olores y frío. En las esquinas, chinas vendiendo tallarines y latas. Colas delante de las puertas de las discotecas: Polana, Priscilla, Queen... no hemos entrado en ninguna. No profundizo. Hago listas interminables de lo que veo a mi alrededor, de lo que gira y gira a mi paso, al lado de Sprima o de Naoko, cantando los éxitos de Marisol o de Camilo Sesto. D me hace a cada rato cosquillas en el cuello; Al filosofa con J y Vitu, siempre con las manos en los bolsillos de su anorak limpísimo, avanza dando saltitos, mezclándose con el resto del grupo. Y no decimos nada. Podría describir nuestra ropa, la noche de luces amarillas y paredes húmedas, fragmentada por las conversaciones en la calle y el ruido del tráfico, difícil en un trazado tan estrecho... y no diría nada. Nada se desprende de nuestras palabras atascadas; nada de nuestro inseguro recorrido.

Quizás no quiero dormir. A lo mejor tengo la esperanza de que si escribo y escribo, al final, cuando ya no la esperé, aparecerá una oración cargada de mensaje, que surgirá en color de este desvarío en blanco y negro tras el que se oculta la verdad. Mate.

El flexo encendido tiembla con mi ir y venir por el teclado del ordenador. Todo está lleno de polvo. Bolas de pelusa acampan debajo de mi cama. Hay que barrer. En la pantalla del teléfono Domo acabo de ver: 4:55. En el móvil no hay mensajes y mañana iré a casa de Vitu a comer. Leeré en el metro, escucharé el mp3, me morderé las uñas sin preocuparme de si me hago sangre. Recorreré Madrid repasándola, llenándola de huellecitas invisibles, cruzadas, indecisas, no únicas. Las calles empiezan a parecerme de cartón mojado. Se humedecen mis pies. Atravieso las fachadas blandas con los dedos.

Rasguños

Rasguños

Acabo de llegar a casa. Son más de las once. La cama está sin hacer y hay un montón de cacharros sucios en el fregadero. En el portal me he encontrado con una nota informativa que avisa a los vecinos de que mañana, víspera de Reyes, debido a la rotura de una cañería no habrá calefacción. No he comido. He cenado con Nati en una pizzeria de la Latina después de pasar la tarde con ¿p? y Silvi bebiendo vino en el Mareas y destripando por enésima vez nuestros secretos como relojes rotos.

Tarde extraña, llena de gente aturdida en busca de regalos; figuras en blanco y negro, mudas, entre las que destacar nos ha resultado muy fácil. Nunca había bebido vino blanco a las cinco ni tampoco había seguido a una casi desconocida por las escaleras mecánicas del Corte Inglés con el objetivo de ver desde lo más alto la ciudad: Madrid desde la cefetería de los grandes almacenes, en el octavo piso del edificio de la calle del Carmen, radiante. Las luces navideñas, un extra en la iluminación, subrayaban la Gran Vía, el teatro y el palacio real. En el local, clientes y camareros ajenos a nuestra presencia, actuaban de acuerdo a su papel. Nosotras parecíamos fantasmas del pasado o del futuro, inmunizadas contra el sonido de los cubiertos al estrellarse en los platos de tortitas, insertas en el ir y venir cotidiano. Al llegar sin otro objetivo que mirar por los grandes ventanales, he sido por un segundo presa del pánico a ser descubierta, a que nos llamaran la atención y nos echaran, pero en seguida he comprendido que nadie iba a fijarse en nosotras.

Nadie nos mira. He recorrido a pie el trayecto que separa Sol de la Plaza de la Cebada. Hacía rato que había oscurecido. Llevaba el mp3 encendido y el abrigo abrochado hasta el cuello. He cruzado la plaza Mayor y avanzado por la calle Toledo con las manos en los bolsillos y el frío en mis ojos de pupilas eternamente dilatadas, pensando en Arte, la obra de Reza en la que se compara un lienzo rasgado, blanco, con un lecho de nieve marcado por las huellas de unos esquís. Pienso que nuestro paso por la ciudad, difuso, confundido por debajo y por encima de otros pasos, no es más que un rasguño sobre las aceras y las azoteas de los edificios, que no existen cuando están vacías. Las risas en los bares; el beso de D, que hoy se fue el primero; la primera hora en la librería, antes de abrir, y esta última, arrancada al tiempo que falta para que suene la alarma de mi despertador y todo vuelva a empezar, generando acontecimientos para el siguiente artículo.

Nada de lo que pase tendrá más consistencia que la del vaho provocado por nuestro aliento en un cristal, y al mismo tiempo todo parece adquirir una importancia que raya en una dicotomía a vida o muerte. Mis percepciones son extremas y aunque fantaseo sobre mañana en mis paseos y en mis conversaciones, la satisfacción la alcanzo hoy, ahora mientras escribo, hace unas horas, en la creación de una fantasía sobre las mil y una posibilidades que nos asaltaran cuando ya no lo esperemos.

En un vagón de la línea cinco, volviendo a casa esta noche, le he dicho a Nati que probablemente íbamos a morir otro día. Ella estaba triste. No lo ha dicho, pero la conozco y lo sé. Nati está triste y yo no me tomo en serio. Arañamos la nieve gritando, sabiendo que nuestra estela habrá de desaparecer.

Aforismo

Aforismo

Sigo viva. Sí... el 2006 por ahora cuenta conmigo, si bien ha empezado con la luz de un domingo sin conciencia de ser el primer día del año y los colores apagados, decrépitos, tamizados por mi percepción resacosa después de una prenochevieja con mis amigos de la librería y una NOCHEVIEJACOMODIOSMANDA con mi gente en general -cotillón, uvas y mensajes de felicitación incluidos-. Más allá de la agenda en la mesita de la entrada y los restos de serpentinas por un suelo que, con el regreso de mi pulcra hermana a Valencia, Dios sabe cuando volveré a barrer, no ha cambiado nada.

Siento lo mismo. Leo Drácula en el metro. Continuo escuchando a Los Piratas y refugiándome en los sitios aparentemente más inhóspitos, y digo aparentemente porque en el fondo me escondo allí donde me siento mejor. Como esta tarde en que, después de nuestro paso inevitable por el Mareas, nos hemos escapado a la habitación de D para fumar y comer patatas y galletas de chocolate mientras veíamos un CD de Faemino y Cansado en la pantalla del ordenador. Me gustan los lugares en penumbra, comparables a madrigeras subterráneas protegidas del frío.

Desde la ventana de la habitación de D se intuía la ciudad aplanada por el cristal, llena a primera hora de la tarde de gente "que no debería estar allí". Cuando era pequeña salía a las cinco y cuarto del colegio, y durante las últimas clases del día me dedicaba a mirar distraida por la ventana a la Gran Vía Fernando el Católico: había un semáforo y un tráfico considerable. Había madres excesivamente puntuales, que ya esperaban en la puerta a que saliéramos, y seres anónimos dirigiéndose a alguna parte... yo les observaba sin entender que no tuvieran la obligación de encontrarse en otro sitio; admirada de que pudieran disponer de su tiempo para perderlo en el cruce, aguardando pacientes el verde del semáforo. Conforme he ido creciendo se ha acentuado el placer que siento cuando tengo conciencia de estar a deshora en un espacio inhabitual: en una cafetería a las doce de la mañana de un día laborable; en la "librería" cuando "libro"; en el cine una tarde de martes o de jueves... y así me temo que he construido mi vida de hoy sobre el caos total, con una orientación mínima, que se destila de las palabras de este blog, de los horarios imprevisibles del trabajo y los cuentos que escribo.

Nuestras conversaciones nos conducen a menudo hasta la risa. Realmente hablamos siempre de lo mismo. También en 2006. Será porque todavía nos estamos descubriendo.

A las siete y media nos hemos despedido de D y hemos salido al rellano posbélico de su piso compartido. Estábamos aún en su salita, subiendo las cremalleras de nuestros respectivos abrigos, cuando Naoko ha formulado el siguiente aforismo: "Mal, otro día sin comer". Otro día.

La primera Vitunavidad

La primera Vitunavidad

- Vitu, ¿eres consciente de que está es la primera Vitunavidad de la historia de la humanidad?

Sí, Vitu, lo soy. Eso le contesto a Vitu mientras esperamos que el semáforo de la Gran Vía se ponga en verde. Estamos delante del cine Avenida, rodeados de gente que va y viene ajena a la existencia del AS400; gente que ha hecho un alto para sentarse y ver pasar y gente que acaba de volverse a subir al mundo... entre la multitud y la sobria iluminación del centro ya encendida, un montón de paneles rectangulares compuestos por puntitos dorados de luz que cuelgan de un lado a otro de la calle, Vitu y yo pasamos nuestras tarde de viernes haciendo tiempo antes de la llegada de Tonino.

Obviedad: ha pasado un año desde la última Navidad, cuando Vitu no podía imaginarse que estaba predestinado a adquirir un nombre nuevo y yo no le conocía ni él me conocía a mí. Ahora somos amigos y, en medio del frío, disfrutamos juntos de la ciudad, el ruido del tráfico en el centro y los estrenos navideños, anunciados en carteles enormes que compiten por acaparar nuestra atención. La tarde que cae confiere a los edificios la consistencia maleable del metal. Todo parece dispuesto para nosotros, pensado para nuestro paso, como un escenario onírico destinado a desaparecer en cuanto le demos la espalda: el escaparate bañado en polvo de La casa del libro, la minúscula oficina de Auto Res donde compro el billete para viajar a casa, la calle Fuencarral salpicada de tiendas de ropa de diseño, el edificio de Telefónica con su reloj de saetas y números rojos... Madrid bien podría ser una ficción, Vitu y yo podríamos no existir; al fin y al cabo, perdidos en el tiempo, ni siquiera sabemos si el año que viene nos llamaremos de otra manera. Ya veremos.

***

¿Voto navideño?

Píldoras azules

Píldoras azules

El jueves D me convenció para que me sacara de préstamo Píldoras azules, de Frederic Peeters. Es el primer cómic que leo. Me ha gustado. Lo acabo de terminar. Hoy no trabajo; mañana tampoco. Merecida recompensa después de las últimas 72 horas, durante las que, prácticamente, no he abandonado la librería. El viernes por la noche se abrió solo para los socios. La jornada se prolongó hasta la una de la madrugada y, cuando cerramos, D propuso ir a tomar "una" cerveza.

Hacía frío, Ana, Cris F y yo estábamos agotadas y al día siguiente volvíamos a trabajar. Aún así fuimos. Recorrimos Preciados hasta Sol y, atravesando calles más estrechas, llegamos a las Cuevas de Sésamo (C/Prícipe, 7). La entrada estaba atestada de gente y ni siquiera nos aventuramos a sortear la pequeña multitud en busca de un hueco dentro del local. D propuso caminar un poco más y buscar en Lavapiés un sitio más tranquilo. Él conocía uno, un antro sin nombre, con las paredes rojas, propiedad de un cubano exiliado, contrario a Fidel, "peinado" con rastas y de ojos muy bonitos. Se llamaba Jorge. D le pidió mojitos.

Ana encontró un sofá vacío al final de la escalera que conducía a los lavabos. Bajamos con ella y nos acomodamos allí, relativamente alejados del barullo de arriba. Junto al sofá había también una mesa de madera y algunos barriles de metal reconvertidos en taburetes. La luz era escasa, amarillenta, y apoyados en una de las paredes sin ventanas dos cuadros cubiertos de polvo mantenían a duras penas el equilibrio: uno era un paisaje clásico, propio del salón comedor de un matrimonio con un gusto pésimo y conservador; el otro reproducía la habitación sin muebles de un apartamento diáfano, tal vez neoyorquino. Me quedé mirándolos mientras sorbía con la pajita del vaso de plástico que compartía con Ana, las dos sentadas, una al lado de la otra, en un rincón de aquel espacio minúsculo y recóndito, subterráneo, perdido en el centro de la ciudad.

Muy pronto se unió más gente a nuestro grupo: dos chicas espectaculares y un par de negros franceses, de origen cubano, con ganas de cantar y bailar. Todos fumamos. La conversación era animada. El humo conjuraba el ambiente. Se cerró el bar y Jorge bajó con una guitarra y un hombre blanco y viejo, cuya expresión cansada delataba que todos los tópicos con más frecuencia de la que imaginamos son verdad. Ya íbamos por el segundo mojito. Al anciano le acompañaba una mujer más joven, de pelo corto, que no se separó de él y, discreta, apoyó la mano en su hombro cuando cogió la guitarra y empezó a tocar los acordes de Ne me quite pa.

Ne me quite pa significa "no me abandones" en francés. Aquel hombre la cantó con voz desgarrada. Nosotros le escuchamos como si, de repente, más allá de nuestro escondite el mundo hubiese desaparecido y estuviéramos flotando a la deriva en un mar de oscuridad. Nadie le interrumpió. Yo no lloré, pero estuve cerca. Ese momento no se me va a olvidar.

Al salir vi mis zapatos avanzar sobre el agua. Había agua entre las baldosas de la calle del Olivar. Ahora pienso que, si mi vida fuera un cómic, el dibujo de mis zapatos sobre el pavimento mojado ocuparía una viñeta. Eran casi las cinco y aún tuvimos fuerzas para pasar por el Candela.

Hay que perderse antes de llegar.

***

¿Un voto empático?

Búsqueda de la felicidad

Búsqueda de la felicidad

Jueves noche. Por la mañana, Rajoy y Aguirre han sobrevivido a un accidente de helicóptero. Cuando me entero, estoy viendo a María Teresa Campos en mi salita y, no sé por qué, mirando hacia la ventana asimilo la existencia de esa temeraria y surreal acción paralela: mientras como arroz con higaditos, Rajoy acepta estóico el diagnóstico acerca de su dedo corazón. Se lo ha roto. A cambio ya es un superhéroe. Historia genial.

Termino de comer, friego, me visto, me voy a la librería. La tarde transcurre sin incidentes, el libro de Punset se agota después de su indefinible entrevista con Buenafuente, y al terminar el Mareas nos acoge con los brazos abiertos y un trío de tapas grasientas que deboramos entre sorbo y sorbo de vino blanco. Sprima lleva un broche de mariposa con las alas negras y piedras violeta. Quiero uno. D, el único hombre, tiene una gorra que le está pequeña y ¿p? nos invita porque el día anterior cumplió 23 años. Sin novedad en el frente. La noche es fría. No llueve, pero un aguanieve muy fino nos empapa los abrigos al salir. Sprima nos abandona y el resto dirigimos nuestros pasos hacía La Canela cruzando la plaza de las Descalzas, arrimados a las fachadas de los viejos edificios del centro.

Madrid navideño. En nuestro trayecto intuimos el belén de Cortilandia, que esta vez ha elegido el mar como escenario y se ha inventado un Neptuno con pinta de drag queen. Ya en el local discutimos con vehemencia sobre la utilidad de los sindicatos. Delante de una Heineken, en la penumbra, D se queja de lo que gana, de las horas que trabaja, del nivel de vida de la humanidad en general; y yo recuerdo que Punset todopoderoso contó el día anterior como el 70% de los participantes en una encuesta "requetecientífica", aprovecharon el anonimato y respondieron afirmativamente a la pregunta de si eran felices.

Volvemos a casa pasadas las dos, deshacemos el camino. Las puertas de la librería están abiertas para los camiones que llevan el género de madrugada. Hay gente, siluetas negras a contraluz, descargando paneles y roles a la intemperie, ocupando la calle desierta. Nosotros sólo pasamos por allí en dirección a la Gran Vía, pero eso basta para escuchar los sonidos de la carga y descarga. Las ruedas de las bases deslizándose por el suelo mojado de Preciados; los comentarios ininteligibles de los operarios. Una vida que no compartimos y que transcurre a la vez, como los accidentados del helicóptero o las putas de Montera, cuya existencia transcurre inexorable hacia algún lugar.

¿Qué espero? Saco dinero a la altura de Alcalá y, tras despedirnos de D, continuo andando con ¿p? en busca de un taxi. Hablamos, nos reímos. Estamos heladas. No espero nada. Me basta con tener la sensación de que estoy en camino, de que todavía falta mucho para llegar. La idea de llegar a alguna parte me pone triste. Prefiero pensar en la realidad de hoy como en la enésima parada, lo que significa que más tarde o más temprano la tendré que abandonar. Hay un montón de caras, un montón de voces, y quiero que me escuchen y escucharlas todas.

Punset dijo que la felicidad está en la búsqueda. Peligroso encontrarla. Si lo hago a lo mejor me calló y con los ojos cerrados la vuelvo a enterrar.

***

¿Voto?

El primer siglo D.P.

El primer siglo Después de Pequeño friki empieza hoy. Sin dilación. Amin Maalouf es el autor de El primer siglo después de Beatrice. A mi hermana le encanta Maaluf y también Mahfuz, quizás por proximidad fonética, quizás porque El café de Qushtumar le parece una de las mejores novelas que ha leído. Ella me explicó quién es Beatrice: la hija del personaje principal, cuyo nacimiento marca un antes y un después en la historia personal del protagonista.

Para ser exactos, el Primer siglo D.P. tendría que haber empezado con su aparición en escena y no con su R.I.P, pero como aquí las reglas las pongo yo... pues empieza hoy. Ya no habrá más Pequeño friki y Cía; ahora incluiré los artículos relativos a "Cía" en la categoría La vida D.P. que, todo hay que decirlo, se presenta bastante prometedora con la inminente llegada de las Activistas de la Paella para pasar el puente y conocer a Mini S; las cañas con Sprima, ¿p? y la temporalmente lisiadilla Naoko; las conversaciones surreales con Vitu y T&T; y las múltiples oportunidades de sexo sin compromiso que florecen a nuestro alrededor como champiñones.

A veces pienso que por la librería fluye una especie de sustancia que produce en el que la aspira un efecto diametralmente contrario al del bromuro. Trabajamos en una Sodoma y Gomorra literaria y en pequeñito donde, cuando te descuidas, "te salen amigos por todas partes". Me encanta. Por eso pienso que me recuperaré en breve. Habra otros hombres. Sobreviviré.

Por lo pronto y como venganza más que cruel, me consuela pensar que Pequeño friki ya nunca más se va a llamar Pequeño friki, es un hecho. A partir de hoy va a tener que conformarse con su nombre de pila, bastante común y aburrido, la verdad.

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¿Un voto que me levante el ánimo?