Blogia
No me llames

Relatos y Poemas

Pase lo que pase

La primavera acaba de empezar.
Tarda más en hacerse de noche
y han vuelto todas las golondrinas.

Lo pienso mientras oscurece y me besas con los mismos labios,
entre las mismas sábanas sucias que te esperan.
Nos reímos.
Y me repito que tengo lo que quiero.

Pero ya no es igual.
Antes todo era nuevo y tocarte teñía el día.
Ahora la luz del sol es más tenue.

Por eso esta madrugada
me he acordado de la última primavera
y de cómo te quería entonces.
Me he dicho que tal vez estamos envejeciendo.
Me he sentido triste.

Y aún así, sé que me quedaré contigo.
Pase lo que pase.
Porque eres lo que he elegido
Y no hay escapatoria.

Última hora

- No matarán a una mujer.
- Eso es una estupidez. Ya han matado a siete y de todas formas preferiría no acabar aquí sola.

Dice esto y rompe a llorar. Sólo quedamos dos. Los secuestradores, armados y con pasamontañas, se mantienen fieles a su plan: han entrado en la embajada a las nueve de la mañana y nos han colocado contra la pared. No parecía importarles que fuésemos visitantes o empleados del cuerpo diplomático. Nos han contado. Al principio éramos 35, pero han dejado salir a once escogiéndolos al azar.

El resto hemos sido conducidos a uno de los despachos con paredes de cristal de la planta baja, donde después de apartar los muebles a un lado nos han obligado a sentarnos en círculo sobre la alfombra. “Uno cada hora”, eso es lo que ha dicho el cabecilla, “y el que abra la boca o levante la mirada del suelo me lo va a poner fácil cuando tenga que elegir quién va a ser el primero en palmarla”. Sus propias palabras le han provocado una risa histérica; y sin explicarnos cuál era la causa de su acción ha salido al vestíbulo cerrando violentamente la puerta.

Los siguientes sesenta minutos han transcurrido en silencio. Con los ojos clavados en los zapatos rojos de tacón que llevaba la chica acurrucada a mi lado, me he sentido como un pez dentro de un acuario, envuelto en una soledad hermética, de mar. No han dejado de vigilarnos. Hacía calor. Las gotas de sudor me pesaban en los párpados cuando, por fin, a las diez en punto la puerta ha vuelto a abrirse. Se han escuchado algunos gemidos ahogados. Nadie quería llamar la atención, pero los zapatos rojos de tacón no han pasado desapercibidos.

El cabecilla se ha acercado hacia mí para, tan sólo a unos pasos de distancia, desviarse ligeramente a la izquierda.

- Mirad lo que voy a hacerle a esta puta y sabréis lo que os espera.


La chica de los zapatos rojos, paralizada, ha empezado a gritar de terror. Uno de los encapuchados la ha obligado a levantarse estirando de su melena rubia y la ha arrastrado hasta el centro del círculo. Allí, ajeno a sus súplicas desgarradas, el cabecilla le ha volado la tapa de los sesos.
Después del disparo, hemos escuchado el golpe fofo del cadáver contra el suelo y asistido al avance lento de la sangre viscosa por la alfombra. Ahora han pasado 22 horas y, agotándonos poco a poco, hemos visto caer 22 cuerpos que, predecibles, han dejado su huella al ser arrastrados fuera del despacho. Y sólo quedamos dos.

La mujer sentada frente a mí llora escondiendo su rostro entre las rodillas. Está apoyada en la pared; las piernas flexionadas, rodeadas por sus brazos escuálidos. Es menuda, más cerca de los sesenta que de los cincuenta años, y me sorprendo pensando que, de no ser por la circunstancia, jamás me habría fijado en ella. Apenas quedan 45 minutos para que liquiden a uno. En un par de horas, los dos habremos muerto, he perdido toda esperanza. Sin embargo, mi desconcierto aumenta al escucharme a mí mismo en un intento estúpido por calmarla:

- Tal vez aún puedan ayudarnos. –Murmuro.

Entonces ella levanta la vista y con un gesto avergonzado se limpia la nariz e intenta detener su llanto. No hay duda de que mis palabras le han causado cierta impresión. Las interpreta como la regla mágica de un juego y recobra con una rapidez inusitada la compostura.

- Tal vez... –Me dice sonriendo agotada. -¿Cómo te llamas?
- Rafa, ¿y tú?
- Me llamo Teresa, y creo que debería morir yo.
- Ninguno de los dos deberíamos morir pero, en cualquier caso, me temo que eso no depende de nosotros.

Teresa me clava los ojos y, durante unos segundos, sin decir nada, se limita a buscar algo en los bolsillos de su gabardina.

- ¡Aquí están! –Exclama sacando una par de bolígrafos y una pequeña libreta.-Haremos una lista. Escribiremos las razones por las que merecemos morir primero y se las entregaremos a ese cerdo por escrito para que al menos la última hora escoja con criterio. Toma. –Me tiende un trozo de papel y uno de los bolis. –Seguro que te gano.

¿Por qué merezco morir? ¿No es esta una situación absurda? Teresa está completamente ida, inmersa en la enumeración de sus razones: es más vieja, yo acabo de cumplir los treinta y tengo toda la vida por delante, aunque tal vez ella tenga más gente esperándola; más gente necesitándola en casa... hijos, un marido... yo estoy solo y, ahora mismo, lo que más miedo me da es ver como le pegan un tiro y se la llevan dejándome cara a cara con mis últimos sesenta minutos.

- Tengo miedo. –Reflexiono en voz alta. –Miedo a que tú no estés. Esa es mi razón.

De nuevo consigo conectar con ella. Lo que digo la rescata de su letargo y le recuerda que estamos juntos. Me sonríe. Sin ponerme de pie, reptando por la alfombra, me acerco a su lado y le tiendo mi mano. Noto el contacto de su piel fría. Estamos hartos de llorar, de contener el vómito, de descender vertiginosamente hacia la locura. Respiro hondo, apurando el oxígeno de nuestro acuario de cristal. Me acoplo al ritmo de la respiración de Teresa, y espero paciente a que la puerta vuelva a abrirse.

El "tic tac" de los relojes

Padre duerme. Oye cómo respira. Lo hace con cierta dificultad. El aire se le enreda en los años y tarda más en entrar y salir.
Está viendo la televisión en la sala a oscuras cuando se descubre pensando en la boca entreabierta de su padre dormido; imagina la calidez embotada de su aliento casi anciano, los labios demacrados y la expresión vencida, ganada por el agotamiento. Siente repulsión. Sus propios pensamientos le producen asco.
Mañana cumple 30 años; 20 se los ha pasado sin escuchar el tiempo. Y Padre tiene la culpa. Siempre lo ha creído así. Padre es culpable de que los relojes se detuvieran, de que, desde niño, llegue tarde a todas partes y cualquier cosa le cueste un poco más que al resto. Incluso a la hora de irse a la cama, su cuerpo gordo y feo se retrasa en el proceso: Apaga la tele, arrastra los pies descalzos hasta el baño y se estremece al contacto frío y pegajoso de las baldosas. ¿Cuánto hace que no las limpian? Imposible calcularlo en minutos o en segundos; para él esas medidas no existen.
Se lava los dientes, orina y, sin tirar de la cadena, avanza por el pasillo hacia su habitación. Los techos son altos; las paredes gélidas; el piso está plagado de humedades y la luz de la lamparilla que enciende confiere al espacio un color vírico. Aún vestido, inicia la tarea de apartar uno a uno los quince muñecos de peluche que, dispuestos en el mismo orden del día anterior y del que vendrá, le observan con ojos de plástico desde la colcha de su cama. Los retira con un cuidado irracional, cogiéndolos con las mismas manos que ocasionalmente, cuando Padre le da dinero, acarician a las putas.
Mañana va a cumplir 30 años.
Su mirada de fiera adiestrada se pasea de un lado a otro, recorre con ansia el territorio conocido, confirma la situación segura de su jaula: desde el pijama arrugado bajo la almohada y los libros de literatura juvenil poblando las altísimas estanterías de madera, hasta el reloj de pulsera en la mesilla; un reloj de cuerda fabricado para la muñeca de un niño, todo lo más para la de un adolescente, con la esfera empañada y la correa de piel envejecida; un reloj hueco.

Fue un regalo de Comunión. Se lo compró Madre porque sabía la ilusión que le hacía tener uno. Intenta recordar. Cierra los ojos. Por fin la ve. Vuelve a ser pequeño y Madre entra para darle un beso de “buenas noches”. Cree que ya está dormido, pero se equivoca. Él la espera despierto porque disfruta intuyendo sus previsibles gestos de cariño: como le arropa, como le besa y, finalmente, como se entretiene con el reloj y le da cuerda. Cada noche igual, al salir deja tras de sí el “tic tac” del reloj restablecido, garantizando con él la existencia de su día siguiente, que habrá de transcurrir previsible, ordenado en horas, en cuartos, en ángulos agudos, rectos y obtusos.
Madre le habla con paciencia durante el desayuno, le explica dónde se esconde el tiempo, cómo puede encontrarlo partiendo con atención la esfera del reloj; y mientras Padre, recién duchado, a punto de irse al trabajo, les observa con desprecio apoyado en la pila de la cocina, con una taza de café, fumando un cigarrillo; marcado a fuego por las ojeras del mal sueño y sin decir nada.

Padre fue joven una vez, pero envejeció de golpe la misma madrugada en la que los relojes se quedaron mudos, porque Madre no sólo se llevó el tiempo al marcharse, sino también la vida de Padre, su vida entera; la arrancó de cuajó y se la llevó con ella para dejarlo vacío por dentro con la única compañía de un retrasado; el nombre que, desde que se quedaron solos, Padre utiliza para dirigirse a él.
Sin despedirse, Madre hizo las maletas y se largó con alguien “que sí la quería”, aquella madrugada. Eso gritó. “¡Que lo oigan los vecinos! ¡Que se enteren! ¡Lo que tú eres es una mierda; una puta mierda que no me ha sabido querer! ¡Y ya estoy harta! Estarás contento. Has podido conmigo.”.
Lo dijo todo llorando. Estaban borrachos los dos; y él, que acababa de cumplir diez años, escuchó la pelea protegiéndose del miedo debajo de las sábanas. Sentía pánico ante la posibilidad de que Madre se fuera y olvidara darle cuerda a su reloj.
Ocurrió exactamente eso.

La colcha está ahora despejada, los peluches descansan amontonados en la butaca, que hay junto a la única ventana de la habitación. Al otro lado del cristal, la ciudad dormida, apenas iluminada, respira al ritmo entrecortado de los ronquidos de Padre.
Apaga la luz. Se desnuda a oscuras e inmerso en su silencio de tiempo se repite que algún día lo matará. Una muerte necesaria. Será fácil. Antes de acostarse, cambiará el rumbo y se dirigirá a su dormitorio. Cogerá la almohada con sus manos de hombre fuerte y no le dejará ni una pizca de aire dentro del cuerpo. Sabe que más tarde o más temprano le descubrirán. Saldrá en los informativos y nadie entenderá por qué lo hizo.
¿Y qué más dará?
Por debajo del pijama de cuadros se le insinúa una erección. Se está imaginando al lado del cadáver de su padre, oyendo por primera vez, después de veinte años, “tic tac, tic tac, tic tac”.

Amal el del las 27 perforaciones

Amal el del las 27 perforaciones

La primera vez que me enamoré en Madrid fue de un chico al que bauticé en mis cuentos como Amal El de las 27 Perforaciones. Tenía 27 pircings y era hindú. Estaba muy delgado y su sombra parecía un fantasma cuando se deslizaba por los pasillos de la residencia de estudiantes donde vivíamos, al lado de la plaza de España, en la Gran Vía.

Ayer por la tarde apareció F en la librería, un chaval de Ceuta que había compartido con nosotros aquella época. Nos sorprendió encontrarnos, llevábamos cuatro años sin vernos y los dos habíamos cambiado mucho. Yo sostenía una pila de antologías poéticas de Borges y el me dijo: "Caramba, Eli, te has convertido en toda una mujer"; y yo no quise entrar a analizar las connotaciones que ese comentario escondía. Simplemente me alegré de verle, consiguió revolverme los recuerdos en el estómago. Me acordé de Amal y de nuestros paseos nocturnos durante el verano. Me pareció que había pasado un siglo.

Amal nunca se enamoró de mí, sólo me besó una vez. Quizás por eso cuando se fue le añoré demasiado, mucho tiempo, a lo largo y ancho de todo un invierno en el que la ciudad se volvió submarina. Fue entonces cuando escribi esto:

"¿Crees que las ciudades nos hablan? No lo sé. Lo único que tengo claro es que sólo soy capaz de escribir cuando me dirijo a ti. Incluso ahora. Más o menos son las cinco de la tarde y voy dentro de un taxi que me lleva al trabajo. Estoy completamente borracha y pienso en ti mientras miro los árboles desnudos de la calle Alberto Alcocer... y por eso me pregunto si es posible que las ciudades nos hablen, porque continuas en mi cabeza con la misma intensidad que antes de que me bebiera un Martini, tres vasos de vino tinto y un chupito de pacharán... y creo que son los árboles los que tienen la culpa.

La visión de Madrid va unida a tu nombre como la cara va unida a la cruz... no, demasiado fácil, mejor como la consecuencia de saber acompaña indisolublemente al conocimiento de los secretos. En cuanto accedemos a la parcela más íntima de alguien, nos invade el ansia de compartir con los otros lo que nos ha sido transmitido en un susurro. Así me siento yo cuando deambulo por Madrid como sonámbula, deseando estar contigo."

Qué absurdo pensar que nunca lo superaría y que extrañamente triste superarlo y encerrarlo en un cajón que sólo se abrió ayer. Ley de vida.

***

Último voto, último esfuerzo. ¡Aún podemos ganar!

La verdad. Fragmento

Vino a buscarme. Recordaba cada una de las veces en las que habíamos coincidido durante mi infancia y en mi primera adolescencia. Las fue enumerando con lentitud, entre los silencios prolongados por las pausas para sorber el café, dilatando el tiempo con un sinfín de gestos que, sin saberlo, se me iban presentando para quedarse, sutiles, asomando a aquel día en el que los informativos de la sobremesa habían anunciado la tormenta.

Su voz pesaba, se imponía por encima de las palabras, como un latido ronco, audible desde muy lejos. Por un instante, pensé que cesaría con la lluvia. Podría justificarme, escribir que me hipnotizó, pero no fue así. Tampoco había mantenido viva su imagen en mi memoria. F llegó de repente, me dijo que Rafa no era nombre para un niño y me explicó su sueño: cometer conmigo la infidelidad perfecta. Yo, por supuesto, no le creí. Me eché a reír y él, sin inmutarse, pagó lo que habíamos tomado y sugirió que subiéramos a su habitación.

Llevaba puesta una cazadora de ante cuyo tacto, cuando me cogió la mano de una manera torpe, tirando al suelo el platillo de plástico en el que la camarera había traído el cambio, me erizó la piel. No me miró. Se atrevió a tocarme, pero fue incapaz de enfrentarse a mi reacción. Y ese miedo me arañó por dentro como un garfio, con la minuciosidad fría de un insecto. Me paralizó como un veneno consumido por error, con el efecto letal de arrebatarme toda resistencia.
El beso de F fue cálido. No me sorprendió. No puede sorprendernos lo que tiene que ser, tampoco exige palabras; tampoco, supuse, requiere ser contado a nadie.

Abandonamos la cafetería y, ya en su habitación, nos fuimos a la cama y follamos con la luz encendida delante de nuestra propia imagen, reflejada en un espejo apoyado contra la pared. Tengo un cuerpo bonito, un cabello bonito, largo y negro, que se deshizo en mechones rebeldes cuando F me quitó la pinza de carey con la que me lo había recogido, sin demasiado cuidado, antes de salir de casa. La dejó caer sobre la moqueta color crema, apenas hizo ruido. Luego se quedó allí, contrastando con los tonos claros de la decoración. No pude apartar la vista de ella mientras F me follaba. La pinza de carey sobre la moqueta. Es lo que recuerdo.

***

Votito

Negro al diez

Negro al diez En 1983 Cortázar escribió Negro al diez, una obra inspirada en las serigrafías de Luis Tomasello que, según Geocities, fue publicada por una editorial de París, Galerie Maximilien Goiol, y traducida al francés por Françoise Campo. Interesada en el texto, mi amiga argentina lo está buscando.

Me lo cuenta mientras comemos en un Cañas y Tapas de Argüelles y, entre las habitas con jamón y los pimientos del piquillo rellenos de verduras, consigue llamar mi atención. Ha preguntado por él en la Cuesta de Moyano y en el pasaje de San Ginés; también en algunas librerías de Buenos Aires. No ha tenido ningún éxito.

Esa misma noche, durante la improductiva cena con Pequeño friki, hablamos de Negro al diez. Aprovechando las pausas de OT, le hago partícipe de los desvelos de mi amiga (ahora también míos) y Pequeño friki, que no se percarta de mi salidez pero de libros sabe un rato, me sugiere consultar Iberlibro y el ISBN. Me explica que, si en este último no aparece ni siquiera como edición agotada, significará que no se ha publicado en España después de 1972.

No aparece.

Sin embargo mi fascinación por Negro al diez, inversamente proporcional a la infructuosidad de su búsqueda, crece más y más, y me lleva a escribir este post. Dar con él se ha convertido en un desafío que bien podría servir de argumento a alguno de los relatos de Cortázar. ¿Hay alguien al otro lado que pueda ayudarme?

Seguiré informando.

***

¿Votito?

Influencia del arte y los objetos. Fragmento

Tengo miedo de que llegue el momento en que pueda descansar la vista en un rincón oscuro, vacío de todo lo que me recuerda a ti. Regresaré y pasará el tiempo, y habrá tardes en las que pasearé por la ciudad sin imaginar mil encuentros casuales contigo.

Sólo volveré a verte cuando ya no signifiques nada, en algún cruce, quizás en la cola de un cine o en una cafetería. No se me erizará la piel. Tú me pedirás disculpas por la forma en la que me abandonaste y yo las aceptaré diciéndote que no fue para tanto. No te estaré mintiendo.

Tetralogía II. La línea amarilla

Me largo. Sólo es la una y media de la madrugada cuando abandono la fiesta y asumo que estoy borracha... pienso en llamar a mi último rollo, pero me digo a mí misma que al hacerlo le daría una prueba más de mi debilidad, de que estoy triste, y me rechazaría. Mejor no, mejor ponerse a escribir aunque mi capacidad de pensar funcione entrecortada, igual que la voz al otro lado del teléfono en un día de tormenta.

Escribo:

“Nadie sabe como la noche llega hasta el andén. Es allí donde salvo a mi vida del naufragio y le permito alcanzar la playa desierta de una espera construida con letras mal dibujadas, que saltan al papel mientras me tambaleo con la fe de que pronto aparecerá el metro.

He leído a Anaïs Nin. No sé por qué, pero quiero decir que la he leído, que he reído, que he practicado el sexo... y que, aún así, feliz, lo que se dice feliz, no he sido. Pienso en lo fácil que sería cruzar la línea amarilla de seguridad y saltar, dejarse arrollar por el tren lanzando al aire este cuaderno de páginas rojas en el que guardo mil historias de deseo que me mantienen despierta, pero no lo haré. Me quedaré un rato más vagando por esta madrugada misteriosa, con la textura de un sueño, hecha para los que escriben borrachos y se columpian al borde de la línea amarilla pensando en morir.

“Morir”; una palabra absurda. ¿Morir para qué? No hay razón, han existido demasiados malditos antes que yo.”

Tetralogía I. Paréntesis

Conocí a un hombre en otra ciudad, una vez. Estaba de paso. Era el amigo de mi padre. Habían crecido juntos, vivían en el mismo pueblo.

Aquel hombre, en su habitación de hotel, me habló de cuando mi padre y él, al cumplir 18 años, celebraron su mayoría de edad en un bar, sin imaginar que algún día tendrían hijos. Mientras me lo contaba, la lluvia golpeaba los cristales de la ventana que daba a la plaza donde, horas antes, quedamos por compromiso.

Era una tarde de miércoles y en los informativos de la sobremesa habían anunciado la tormenta.

Escuchaba su voz sin mirarle. Desnudo, tumbado a mi lado en la cama deshecha, mantenía sus ojos pequeños y azules clavados en el techo, como si fuera el techo el que se hubiera interesado por su historia y yo ya no estuviera allí, concentrándome en las desprotegidas copas de los árboles que, empapadas, se agitaban con el viento.

La televisión continuaba encendida a media voz. Empezaba a anochecer. Quise marcharme, pero no me dejó. Intuyó mi necesidad de escapar y puso como excusa el viento y la lluvia; eso le explicó al techo. A mí me sujetó el muslo con la mano que mantenía debajo de las sábanas y entonces, sí, se volvió y me acarició el pelo, me besó en la nuca, se incorporó y apagó la luz para suplicarme a oscuras que me quedara. Desarmada, tuve que obedecerle.

A la mañana siguiente desayunamos café con leche y porras en un bar. Pagó él. Con los ojos cargados de sueño hojeamos el periódico.

Después caminamos hasta la parada y esperó conmigo. Sonreía levemente, quizás el sol, frío y metálico, cohibía sus labios. Sé despidió cuando llegó el autobús. Me dio un beso fugaz y empezó a alejarse con las manos en los bolsillos de su cazadora de ante.

No le he vuelto a ver. La última imagen que conservo es la de su marcha pausada. Le observé desde la ventanilla del autobús sin que se diera cuenta, no se giró. Aún así a mí me invadió una extraña sensación de equilibrio en el agua y silencio.

***