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No me llames

El "tic tac" de los relojes

Padre duerme. Oye cómo respira. Lo hace con cierta dificultad. El aire se le enreda en los años y tarda más en entrar y salir.
Está viendo la televisión en la sala a oscuras cuando se descubre pensando en la boca entreabierta de su padre dormido; imagina la calidez embotada de su aliento casi anciano, los labios demacrados y la expresión vencida, ganada por el agotamiento. Siente repulsión. Sus propios pensamientos le producen asco.
Mañana cumple 30 años; 20 se los ha pasado sin escuchar el tiempo. Y Padre tiene la culpa. Siempre lo ha creído así. Padre es culpable de que los relojes se detuvieran, de que, desde niño, llegue tarde a todas partes y cualquier cosa le cueste un poco más que al resto. Incluso a la hora de irse a la cama, su cuerpo gordo y feo se retrasa en el proceso: Apaga la tele, arrastra los pies descalzos hasta el baño y se estremece al contacto frío y pegajoso de las baldosas. ¿Cuánto hace que no las limpian? Imposible calcularlo en minutos o en segundos; para él esas medidas no existen.
Se lava los dientes, orina y, sin tirar de la cadena, avanza por el pasillo hacia su habitación. Los techos son altos; las paredes gélidas; el piso está plagado de humedades y la luz de la lamparilla que enciende confiere al espacio un color vírico. Aún vestido, inicia la tarea de apartar uno a uno los quince muñecos de peluche que, dispuestos en el mismo orden del día anterior y del que vendrá, le observan con ojos de plástico desde la colcha de su cama. Los retira con un cuidado irracional, cogiéndolos con las mismas manos que ocasionalmente, cuando Padre le da dinero, acarician a las putas.
Mañana va a cumplir 30 años.
Su mirada de fiera adiestrada se pasea de un lado a otro, recorre con ansia el territorio conocido, confirma la situación segura de su jaula: desde el pijama arrugado bajo la almohada y los libros de literatura juvenil poblando las altísimas estanterías de madera, hasta el reloj de pulsera en la mesilla; un reloj de cuerda fabricado para la muñeca de un niño, todo lo más para la de un adolescente, con la esfera empañada y la correa de piel envejecida; un reloj hueco.

Fue un regalo de Comunión. Se lo compró Madre porque sabía la ilusión que le hacía tener uno. Intenta recordar. Cierra los ojos. Por fin la ve. Vuelve a ser pequeño y Madre entra para darle un beso de “buenas noches”. Cree que ya está dormido, pero se equivoca. Él la espera despierto porque disfruta intuyendo sus previsibles gestos de cariño: como le arropa, como le besa y, finalmente, como se entretiene con el reloj y le da cuerda. Cada noche igual, al salir deja tras de sí el “tic tac” del reloj restablecido, garantizando con él la existencia de su día siguiente, que habrá de transcurrir previsible, ordenado en horas, en cuartos, en ángulos agudos, rectos y obtusos.
Madre le habla con paciencia durante el desayuno, le explica dónde se esconde el tiempo, cómo puede encontrarlo partiendo con atención la esfera del reloj; y mientras Padre, recién duchado, a punto de irse al trabajo, les observa con desprecio apoyado en la pila de la cocina, con una taza de café, fumando un cigarrillo; marcado a fuego por las ojeras del mal sueño y sin decir nada.

Padre fue joven una vez, pero envejeció de golpe la misma madrugada en la que los relojes se quedaron mudos, porque Madre no sólo se llevó el tiempo al marcharse, sino también la vida de Padre, su vida entera; la arrancó de cuajó y se la llevó con ella para dejarlo vacío por dentro con la única compañía de un retrasado; el nombre que, desde que se quedaron solos, Padre utiliza para dirigirse a él.
Sin despedirse, Madre hizo las maletas y se largó con alguien “que sí la quería”, aquella madrugada. Eso gritó. “¡Que lo oigan los vecinos! ¡Que se enteren! ¡Lo que tú eres es una mierda; una puta mierda que no me ha sabido querer! ¡Y ya estoy harta! Estarás contento. Has podido conmigo.”.
Lo dijo todo llorando. Estaban borrachos los dos; y él, que acababa de cumplir diez años, escuchó la pelea protegiéndose del miedo debajo de las sábanas. Sentía pánico ante la posibilidad de que Madre se fuera y olvidara darle cuerda a su reloj.
Ocurrió exactamente eso.

La colcha está ahora despejada, los peluches descansan amontonados en la butaca, que hay junto a la única ventana de la habitación. Al otro lado del cristal, la ciudad dormida, apenas iluminada, respira al ritmo entrecortado de los ronquidos de Padre.
Apaga la luz. Se desnuda a oscuras e inmerso en su silencio de tiempo se repite que algún día lo matará. Una muerte necesaria. Será fácil. Antes de acostarse, cambiará el rumbo y se dirigirá a su dormitorio. Cogerá la almohada con sus manos de hombre fuerte y no le dejará ni una pizca de aire dentro del cuerpo. Sabe que más tarde o más temprano le descubrirán. Saldrá en los informativos y nadie entenderá por qué lo hizo.
¿Y qué más dará?
Por debajo del pijama de cuadros se le insinúa una erección. Se está imaginando al lado del cadáver de su padre, oyendo por primera vez, después de veinte años, “tic tac, tic tac, tic tac”.

4 comentarios

V -

Me he perdido, es oficial.

Eli -

Me alegra haberte sorprendido, pequeño y renombrado "Esn"... la verdad es que, a estas alturas, continuar sorprendiendo al padre de mi hijo me eleva la autoestima (a pesar de que una noche de viernes, como la de hoy, decida cambiarme por una incursión en Cool, con mi marido y mi amante, por cierto). Pasadlo bien. Ya contaréis.

esn -

Nena, vaya, vaya, cuando ya creía que no iba a leer nada tuyo de ficción, me sorprendes con esta historia tan...es que me has dejado sin palabras. crees que ahora no podras mostrarme/nos alguna otra?

V -

Vaya, parece que la historia futbolera no merece la más mínima mención...ni la noche de los Oscar. No dejas de sorprender.

Curiosa historia....y curioso personaje el protagonista. Me ha gustado la descripción. Muy gráfica.

Besos de viernes, un poco somnolientos pero de viernes.