No quedan días de verano
En ausencia de Chus, el showman de Pozuelo, La Galería no acaba de arrancar. Para colmo, Josephus no me pone La sopa fría y el Valencia pierde 2-1 contra el Getafe. Menos mal que mi vendedor de música pirata particular, un senegalés probablemente ilegal, aparece en el bar con los Pájaros en la cabeza de Amaral. Lo compro por tres euros y me digo que no todo está perdido. Aún así, cuando S y yo emprendemos el regreso a nuestros respectivos hogares, no encontramos taxi. Después de esperar media hora, ella coge el búho y yo me vuelvo andando por la calle Alcalá, muerta de frío, con los riñones al borde de la congelación. Llego a casa a las cuatro menos cuarto de la madrugada. Me levanto a la una. Una noche más, no demasiado trágica para sorpresa de S, convencida de que iba a tener que levantarme el ánimo y recoger mis lágrimas.
Y es que sigo sin llorar. Ahora mismo, para variar, tengo un tazón de café con leche a mi izquierda y música ambiente. Escucho No quedan días de verano y pienso que es verdad. El verano se ha ido y con él he terminado una historia. Eso es mejor que nada. Lo hablo el sábado por la tarde con el 50 por ciento de T&T mientras esperamos que el semáforo de Colón se ponga verde para llegar a Goya. Hace calor y T me hace reír cada vez que pronuncia "Pequeño friki" con acento alemán. Hay chavales delante de los edificios de oficinas intentando bailar break dance y haciendo Skate. A T le gusta el Skate, no lo sabía. A cambio de semejante revelación, me pregunta si fumo. Ocasionalmente lo hago, lo que me convierte, supongo, en una especie de bohemia solitaria y tópica, con la casa llena de polvo, el pelo sin lavar y la expresión cincelada a golpe de vicios perseguidos por Mercedes Milá... ¿Sí?
No. Quiero ser dura, pero estoy sufriendo. A lo mejor no lloro, pero escribo más y me conmuevo con la ciudad, que me habla y resurge como una amiga incombustible para hacerme ver que sigue aquí, fiel, a pesar de que a mí se me olvide cuando me pierdo en aventurillas adolescentes.
Ayer por la noche, en el cruce de Príncipe de Vergara -desierto ya tan tarde- se me ocurrió que Madrid no va a dejarme y me acordé de C. Cuando salía con él, a menudo dormíamos juntos en el piso que él compartía en Embajadores. Era un séptimo, y desde su habitación, una ventana minúscula dejaba participar en nuestras noches de sexo a las azoteas del casco antiguo. Con Pequeño friki no ha sido así. A mi bajo interior no llegan los tejados ni las antenas, sólo el mate de un patio de luces minúsculo en el que retumba la actividad de mis vecinos. Nos hemos querido a ciegas, como topos; utilizando el lenguaje parco de los inexpertos y los refugiados de guerra... elecciones demoledoras para un amor de verano. El mío.
***
¿Votas?
Y es que sigo sin llorar. Ahora mismo, para variar, tengo un tazón de café con leche a mi izquierda y música ambiente. Escucho No quedan días de verano y pienso que es verdad. El verano se ha ido y con él he terminado una historia. Eso es mejor que nada. Lo hablo el sábado por la tarde con el 50 por ciento de T&T mientras esperamos que el semáforo de Colón se ponga verde para llegar a Goya. Hace calor y T me hace reír cada vez que pronuncia "Pequeño friki" con acento alemán. Hay chavales delante de los edificios de oficinas intentando bailar break dance y haciendo Skate. A T le gusta el Skate, no lo sabía. A cambio de semejante revelación, me pregunta si fumo. Ocasionalmente lo hago, lo que me convierte, supongo, en una especie de bohemia solitaria y tópica, con la casa llena de polvo, el pelo sin lavar y la expresión cincelada a golpe de vicios perseguidos por Mercedes Milá... ¿Sí?
No. Quiero ser dura, pero estoy sufriendo. A lo mejor no lloro, pero escribo más y me conmuevo con la ciudad, que me habla y resurge como una amiga incombustible para hacerme ver que sigue aquí, fiel, a pesar de que a mí se me olvide cuando me pierdo en aventurillas adolescentes.
Ayer por la noche, en el cruce de Príncipe de Vergara -desierto ya tan tarde- se me ocurrió que Madrid no va a dejarme y me acordé de C. Cuando salía con él, a menudo dormíamos juntos en el piso que él compartía en Embajadores. Era un séptimo, y desde su habitación, una ventana minúscula dejaba participar en nuestras noches de sexo a las azoteas del casco antiguo. Con Pequeño friki no ha sido así. A mi bajo interior no llegan los tejados ni las antenas, sólo el mate de un patio de luces minúsculo en el que retumba la actividad de mis vecinos. Nos hemos querido a ciegas, como topos; utilizando el lenguaje parco de los inexpertos y los refugiados de guerra... elecciones demoledoras para un amor de verano. El mío.
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¿Votas?
3 comentarios
Ana Mari -
Eli -
Ana Mari -