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No me llames

Del sexo ya hablaremos

Del sexo ya hablaremos Vuelvo a estar aquí; otra tarde delante de la mesa que P se olvidó al marcharse como una especie de testamento mobiliario, escribiendo en el portátil, escuchando a Coti a la luz del flexo que mis padres me compraron en su enésima visita a Madrid... ahora mismo empieza Nada fue un error (Jodorowsky diría que no por casualidad y parafrasearía sin saberlo la canción) y me corre por dentro un cosquilleo muy parecido al que se deben inventar las actrices americanas cuando les toca interpretar papeles de heroínas injustificables en comedias de altísimo presupuesto y malísimo guión.

Estoy triste. Exijo mi derecho a llorar; siempre lloro cuando me dejan, y me dejan siempre, para que nos vamos a engañar. Sin embargo esta semana no he podido. Esta ciudad y los seres que la transitan me lo han puesto difícil. Incluso en el caos de la tragedia, hay algo que permanece porque está bien; un equilibrio invisible que, como un eje, me sostiene de pie y, no sin cierto lamento irónico que me recorre por dentro, me ayuda a reírme todos los días.

No estoy hablando de un premio de consolación, sino de la realidad: las mañanas surreales con mis compañeros en la librería; la cena del martes con Vitu en Palermo viejo -acabamos a las mil borrachos de vino argentino-; el encuentro con A.C. y S del miércoles en mi casa, con pizzas Tarradellas y Haagen-dazs incluidos; las conversaciones telefónicas con T que me llama prácticamente a diario desde su oficina; la improvisada ida al cine de ayer a ver El método (imprescindible) y las cañas en El Ambrosio (C/Bolsa) hablando de la correspondencia eterna entre Henry Miller y Anaïs Nin... ¿clavos ardiendo a los que eferrarse para olvidar con las quemaduras el silencio de Pequeño friki? Puede ser, es más que probable que esté intentando caer en una espiral de actividad frenética para no derrumbarme.

El caso es que hoy, al volver a casa a las cuatro de la tarde, la hija del portero me ha saludado desde su puesto de trabajo en el kiosko de la esquina mientras yo metía la llave en la cerradura del portal y ha roto sin saberlo la cadena de pensamientos negativos que he empezado a trenzar en el metro. Ha sido un día bonito de otoño, con Madrid al otro lado de la puerta, guardándome un montón de secretos y esperando paciente a que me siente a escribir. Supongo que seré capaz de transformar el abandono en Literatura. Ya lo he hecho otras veces. Toca desengancharse de Pequeño firki. Él se lo pierde.

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Vótame, dame ese gustito.

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