A partir de La Vida Secreta de las Palabras
Mi amiga G, poeta cada vez de más éxito, asistió ayer por la noche al estreno de La vida secreta de las palabras y hoy me ha escrito un correo para contarme que, durante la fiesta posterior a la película, bailó con Tim Robins, ese hombre. Mi amiga G siempre hace cosas y conoce a gente que me hubiera gustado hacer y conocer a mí, sin embargo -extraño- nunca consigue despertar mi envidia.
Ayer, mientras G le hablaba de sus versos a Isabel Coixet, yo cogí la línea nueve, violeta, y llegué hasta la última parada acompañada únicamente por el final de Kitchen. Cuando salí en Herrera Oria la noche había caído por completo y hacía frío, no había demasiada gente y los bloques de edificios, altos e iguales, crecían a un lado de la carretera. Al otro, la zona residencial se intuía oscura, oliendo a un verde húmedo por culpa de los restos de lluvia. No sentí miedo. He recorrido ese trayecto muy a menudo. Cuando trabajaba en Repsol como teleoperadora en catalán, lo hacía todos los días; un paseo de unos quince minutos en el que siempre acababa fascinada por los colores de las hojas que se arremolinaban junto a las aceras. Una vez nevó. Entonces vi las hojas moradas, como de col lombarda, empapadas sobre la nieve blanca y sucia.
En mi ex empleo me encuentro con Leo y Leticia, que cubren solos las dos horas del turno de noche, de ocho a diez. Leo, un uruguayo recién llegado a los cincuenta, acaba de salir ileso de un accidente de avión que le retuvo en Caracas tres días más de los que había previsto al planear sus vacaciones; Leticia está mal porque se ha enamorado en secreto de un compañero que acaba de dejar el trabajo esa misma tarde. Al saludarme, le brillan los ojos. Leo se ríe y, en la plataforma desierta, me cuenta el accidente con pelos y señales. Consigue que Leticia se ría también. Yo les hablo de Pequeño friki y no dudan en tacharme de caso perdido.
A las diez nos vamos a tomar una cerveza y a las once y media Leticia me acerca a Avenida de América en su Seat Ibiza de segunda mano. Normalmente me deja en el metro y sigue su camino, pero hoy no tiene ganas de llegar a casa y decide conducir hasta mi portal. Cogemos la Castellana en dirección a Colón con el CD de grandes éxitos de Alejandro Sanz en marcha. Al otro lado de la ventanilla, contra un cielo nublado, se recorta una de las zonas de oficinas más importantes de la ciudad... Allí donde el Windsor ha desaparecido, avanzamos hablando bajito y explotando la confianza que hay entre nosotras, favorecida por el espacio cerrado del coche. Compartimos nuestras tristezas corrientes y -absurdo cuanto más, lo reconozco- nos consolamos comentando lo bonita que está Madrid inmersa en su noche azul, rasgada por letreros de neon, semáforos en rojo y una llovizna que parece congelarse al pasar por delante de los faros de los coches y las ventanas encendidas.
Aún no he visto La vida secreta de las palabras, pero me parece un título interesante. Supongo que a estas horas Tim ya estará en los brazos de Susan, después de su baile con G en el vestíbulo de algún cine de la Gran Vía. Yo vuelvo a estar delante del ordenador, como siempre en la parra, y me pregunto si realmente las palabras me esconden algo. Para mí son como una droga. Calman mi ánimo.
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