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No me llames

La Casa de Campo

N. me llama 48 horas después de su desaparición oficial. Hemos pasado tres meses sin hablarnos, pero esa tarde me recoge en la Plaza de los Cubos cuando salgo del trabajo y nos comportamos como si hubiera sido ayer cuando nos vimos por última vez. Está más gordo, lleva una sudadera roja y me cuenta que tiene un hongo en el pie. Todo muy propio de N.

Me subo a su volvo azul, de segunda mano, y conducimos hasta La Casa de Campo, donde nos sentamos a tomar algo delante del estanque. Yo me pido un cortado con hielo y él unos escalopes con patatas fritas. Son las seis de la tarde y hay piraguas en el agua y poca gente a nuestro alrededor. Hace un día bonito.

Charlamos, nos reímos, me cuenta su versión de los hechos, algo distinta a la de C. N siempre consigue esquivar la culpa y lo conozco demasiado bien como para intentar convencerle de su parte de responsabilidad en la trifulca que acabó con su expulsión del piso. No pierdo el tiempo con eso y, en cambio, le propongo que al día siguiente viajemos a Valencia para ver quemar las Fallas. Acepta sin dudar.

El viernes, de nuevo en el Volvo, después de parar en un autoservicio de Cuenca lleno de camioneros, leo en voz alta "El malestar de la cultura" de Freud mientras N. conduce. Freud habla del "Sentimiento oceánico" y nosotros utilizamos la expresión para referirnos a algunos estados de ánimo propios. Nos reímos. No llegamos a casa demasiado tarde.

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