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No me llames

Última hora

- No matarán a una mujer.
- Eso es una estupidez. Ya han matado a siete y de todas formas preferiría no acabar aquí sola.

Dice esto y rompe a llorar. Sólo quedamos dos. Los secuestradores, armados y con pasamontañas, se mantienen fieles a su plan: han entrado en la embajada a las nueve de la mañana y nos han colocado contra la pared. No parecía importarles que fuésemos visitantes o empleados del cuerpo diplomático. Nos han contado. Al principio éramos 35, pero han dejado salir a once escogiéndolos al azar.

El resto hemos sido conducidos a uno de los despachos con paredes de cristal de la planta baja, donde después de apartar los muebles a un lado nos han obligado a sentarnos en círculo sobre la alfombra. “Uno cada hora”, eso es lo que ha dicho el cabecilla, “y el que abra la boca o levante la mirada del suelo me lo va a poner fácil cuando tenga que elegir quién va a ser el primero en palmarla”. Sus propias palabras le han provocado una risa histérica; y sin explicarnos cuál era la causa de su acción ha salido al vestíbulo cerrando violentamente la puerta.

Los siguientes sesenta minutos han transcurrido en silencio. Con los ojos clavados en los zapatos rojos de tacón que llevaba la chica acurrucada a mi lado, me he sentido como un pez dentro de un acuario, envuelto en una soledad hermética, de mar. No han dejado de vigilarnos. Hacía calor. Las gotas de sudor me pesaban en los párpados cuando, por fin, a las diez en punto la puerta ha vuelto a abrirse. Se han escuchado algunos gemidos ahogados. Nadie quería llamar la atención, pero los zapatos rojos de tacón no han pasado desapercibidos.

El cabecilla se ha acercado hacia mí para, tan sólo a unos pasos de distancia, desviarse ligeramente a la izquierda.

- Mirad lo que voy a hacerle a esta puta y sabréis lo que os espera.


La chica de los zapatos rojos, paralizada, ha empezado a gritar de terror. Uno de los encapuchados la ha obligado a levantarse estirando de su melena rubia y la ha arrastrado hasta el centro del círculo. Allí, ajeno a sus súplicas desgarradas, el cabecilla le ha volado la tapa de los sesos.
Después del disparo, hemos escuchado el golpe fofo del cadáver contra el suelo y asistido al avance lento de la sangre viscosa por la alfombra. Ahora han pasado 22 horas y, agotándonos poco a poco, hemos visto caer 22 cuerpos que, predecibles, han dejado su huella al ser arrastrados fuera del despacho. Y sólo quedamos dos.

La mujer sentada frente a mí llora escondiendo su rostro entre las rodillas. Está apoyada en la pared; las piernas flexionadas, rodeadas por sus brazos escuálidos. Es menuda, más cerca de los sesenta que de los cincuenta años, y me sorprendo pensando que, de no ser por la circunstancia, jamás me habría fijado en ella. Apenas quedan 45 minutos para que liquiden a uno. En un par de horas, los dos habremos muerto, he perdido toda esperanza. Sin embargo, mi desconcierto aumenta al escucharme a mí mismo en un intento estúpido por calmarla:

- Tal vez aún puedan ayudarnos. –Murmuro.

Entonces ella levanta la vista y con un gesto avergonzado se limpia la nariz e intenta detener su llanto. No hay duda de que mis palabras le han causado cierta impresión. Las interpreta como la regla mágica de un juego y recobra con una rapidez inusitada la compostura.

- Tal vez... –Me dice sonriendo agotada. -¿Cómo te llamas?
- Rafa, ¿y tú?
- Me llamo Teresa, y creo que debería morir yo.
- Ninguno de los dos deberíamos morir pero, en cualquier caso, me temo que eso no depende de nosotros.

Teresa me clava los ojos y, durante unos segundos, sin decir nada, se limita a buscar algo en los bolsillos de su gabardina.

- ¡Aquí están! –Exclama sacando una par de bolígrafos y una pequeña libreta.-Haremos una lista. Escribiremos las razones por las que merecemos morir primero y se las entregaremos a ese cerdo por escrito para que al menos la última hora escoja con criterio. Toma. –Me tiende un trozo de papel y uno de los bolis. –Seguro que te gano.

¿Por qué merezco morir? ¿No es esta una situación absurda? Teresa está completamente ida, inmersa en la enumeración de sus razones: es más vieja, yo acabo de cumplir los treinta y tengo toda la vida por delante, aunque tal vez ella tenga más gente esperándola; más gente necesitándola en casa... hijos, un marido... yo estoy solo y, ahora mismo, lo que más miedo me da es ver como le pegan un tiro y se la llevan dejándome cara a cara con mis últimos sesenta minutos.

- Tengo miedo. –Reflexiono en voz alta. –Miedo a que tú no estés. Esa es mi razón.

De nuevo consigo conectar con ella. Lo que digo la rescata de su letargo y le recuerda que estamos juntos. Me sonríe. Sin ponerme de pie, reptando por la alfombra, me acerco a su lado y le tiendo mi mano. Noto el contacto de su piel fría. Estamos hartos de llorar, de contener el vómito, de descender vertiginosamente hacia la locura. Respiro hondo, apurando el oxígeno de nuestro acuario de cristal. Me acoplo al ritmo de la respiración de Teresa, y espero paciente a que la puerta vuelva a abrirse.

3 comentarios

madein -

Que barbaridad!!!!!se me han puesto los pelos como escarpias...cada vez me impresionan mas tus relatos Eli. Sigue así

naoko -

los quince peluches me impresionaron, quince ni más ni menos...pero este es mejor..muy bien Eli

V -

Uf, no sé q pasa q últimamente todas las historias q me rodean (teatro, películas...) son de este tipo, de violencia y crueldad extremas.

Fuerte la historia, ¿y sabes a lo q me ha recordado y no sé muy bien por qué? cuando estabas en EFE y fuiste a no recuerdo qué embajada y había alguna movida chunga, ¿te acuerdas?

Besos a todos y buen finde