Quart de Poblet
El sábado por la noche dirigí mis pasos hasta el piso de un amigo que daba una fiesta para celebrar la llegada del Verano. A sólo un par de calles de distancia, inserta en el barrio de Salamanca, en casa de G no conocía a nadie excepto al anfitrión.
Estaba sentada en el suelo de la salita, sobre un almohadon estampado de lunas y estrellas, con un vaso de vino en la mano izquierda y otro de horchata en la derecha (surreal, ya lo sé), cuando una mujer de unos 50 años, camisa grande a rayas y rostro lleno de pliegues, se sentó en el almohadon de al lado. Era argentina, habitante de la Sierra y desprendía una afabilidad cálida.
Empezamos a hablar. Saltamos de banalidad en banalidad y acabamos remitiéndonos a nuestros lugares de origen. Me recomendó Buenos Aires, por supuesto; y yo le hablé de Valencia. Entonces se dejó ver una conjunción cósmica de consecuencias insospechadas: uno de sus lugares favoritos del mundo, me explicó, era un pueblo valenciano llamado Quart de Poblet.
Mi padre nació en Quart de Poblet, una localidad cercana al Aeropuerto de Manises, al lado de Mislata. Yo viví allí cuando era muy pequeña. Después me hice mayor para acabar hablando del pueblo con una argentina, una noche agradable del mes julio, en Madrid.
Es difícil no tener nada en común con el otro y, aunque podemos pasarnos toda la vida intentando dar con ello, otras veces sale a flote solo, en medio de una conversación carente de objetivo. El caso es que, lo sepamos o no, deberíamos tener en cuenta al relacionarnos que esos lazos a menudo invisibles están ahí.
Lo pienso mientras vuelvo a casa a las tres de la madrugada, después de dar por terminada la fiesta. Cruzo Ortega y Gasset en rojo, no pasa ningun coche, y recorro el tramo de Conde de Peñalver que me separa del portal.
Noche interesante.
***
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Estaba sentada en el suelo de la salita, sobre un almohadon estampado de lunas y estrellas, con un vaso de vino en la mano izquierda y otro de horchata en la derecha (surreal, ya lo sé), cuando una mujer de unos 50 años, camisa grande a rayas y rostro lleno de pliegues, se sentó en el almohadon de al lado. Era argentina, habitante de la Sierra y desprendía una afabilidad cálida.
Empezamos a hablar. Saltamos de banalidad en banalidad y acabamos remitiéndonos a nuestros lugares de origen. Me recomendó Buenos Aires, por supuesto; y yo le hablé de Valencia. Entonces se dejó ver una conjunción cósmica de consecuencias insospechadas: uno de sus lugares favoritos del mundo, me explicó, era un pueblo valenciano llamado Quart de Poblet.
Mi padre nació en Quart de Poblet, una localidad cercana al Aeropuerto de Manises, al lado de Mislata. Yo viví allí cuando era muy pequeña. Después me hice mayor para acabar hablando del pueblo con una argentina, una noche agradable del mes julio, en Madrid.
Es difícil no tener nada en común con el otro y, aunque podemos pasarnos toda la vida intentando dar con ello, otras veces sale a flote solo, en medio de una conversación carente de objetivo. El caso es que, lo sepamos o no, deberíamos tener en cuenta al relacionarnos que esos lazos a menudo invisibles están ahí.
Lo pienso mientras vuelvo a casa a las tres de la madrugada, después de dar por terminada la fiesta. Cruzo Ortega y Gasset en rojo, no pasa ningun coche, y recorro el tramo de Conde de Peñalver que me separa del portal.
Noche interesante.
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2 comentarios
Eli -
xiamgod -