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No me llames

La Vaguada. Sábado idílico

Sábado por la mañana, hora punta. Después de dejarnos la lista de la compra en casa, S y yo dirigimos nuestros pasos hacia el Alcampo de la Vaguada. Cuando entramos en el centro comercial perdemos toda particularidad, pasamos automática e inevitablemente a formar parte de la marea humana que, como sebo, lubrica escaleras mecánicas, tiendas y galerías. Conseguimos un poco de aire acondicionado a cambio de renunciar a toda diferencia.

En el hipermercado la gente llena con ansia cestas y carros. Por su avidez, se diría que va a estallar una guerra y se avecina la falta de alimentos. Nosotras compramos con calma: dos aguacates, un paquete de langostinos pelados y cocidos, vino blanco, cuscús... no más de lo necesario para la cena étnica que tenemos en mente. S sabe dónde está cada cosa, así que terminamos deprisa y, ya en las cajas, elegimos una cola. Allí se produce la tragedia.

Delante de nosotras, con una cesta roja repleta de víveres, un hombre cuarentón en bañador espera su turno. Al principio no le prestamos atención, pero eso cambia cuando, de pronto, quién sabe si víctima de una alucinación transitoria que le hace pensar que se encuentra en el sofá de su casa, el ser en cuestíón empieza a rascarse sus partes con presteza y brío. Más feliz que una lombriz, sin importarle la reacción de los que le rodean. Si cierro los ojos vuelvo a verlo: rasca que te rasca... un poco más y se mete la mano por el camal.

Nuestra primera reacción es de asombro. Nos reímos. A los pocos minutos, mientras saca de su cartera un billete de 20 euros para pagar (con la misma mano con la que segundos antes se frotaba sus huevitos), empezamos a hacer un repaso de los chicos que conocemos y concluimos que el 99 por ciento de ellos debe hacer lo mismo.

Patético.

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Votito

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