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No me llames

Tetralogía I. Paréntesis

Conocí a un hombre en otra ciudad, una vez. Estaba de paso. Era el amigo de mi padre. Habían crecido juntos, vivían en el mismo pueblo.

Aquel hombre, en su habitación de hotel, me habló de cuando mi padre y él, al cumplir 18 años, celebraron su mayoría de edad en un bar, sin imaginar que algún día tendrían hijos. Mientras me lo contaba, la lluvia golpeaba los cristales de la ventana que daba a la plaza donde, horas antes, quedamos por compromiso.

Era una tarde de miércoles y en los informativos de la sobremesa habían anunciado la tormenta.

Escuchaba su voz sin mirarle. Desnudo, tumbado a mi lado en la cama deshecha, mantenía sus ojos pequeños y azules clavados en el techo, como si fuera el techo el que se hubiera interesado por su historia y yo ya no estuviera allí, concentrándome en las desprotegidas copas de los árboles que, empapadas, se agitaban con el viento.

La televisión continuaba encendida a media voz. Empezaba a anochecer. Quise marcharme, pero no me dejó. Intuyó mi necesidad de escapar y puso como excusa el viento y la lluvia; eso le explicó al techo. A mí me sujetó el muslo con la mano que mantenía debajo de las sábanas y entonces, sí, se volvió y me acarició el pelo, me besó en la nuca, se incorporó y apagó la luz para suplicarme a oscuras que me quedara. Desarmada, tuve que obedecerle.

A la mañana siguiente desayunamos café con leche y porras en un bar. Pagó él. Con los ojos cargados de sueño hojeamos el periódico.

Después caminamos hasta la parada y esperó conmigo. Sonreía levemente, quizás el sol, frío y metálico, cohibía sus labios. Sé despidió cuando llegó el autobús. Me dio un beso fugaz y empezó a alejarse con las manos en los bolsillos de su cazadora de ante.

No le he vuelto a ver. La última imagen que conservo es la de su marcha pausada. Le observé desde la ventanilla del autobús sin que se diera cuenta, no se giró. Aún así a mí me invadió una extraña sensación de equilibrio en el agua y silencio.

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